Es 8 de marzo y nos volvemos a encontrar de cara a un nuevo Paro Internacional de Mujeres. En todo el mundo nos movilizamos y ponemos en escena ese gran sujeto político que es el feminismo, tan heterogéneo como discutido, pero que evoluciona en un constante devenir de luchas y conquistas.
Por CLARA CHAUVÍN de EL MIÉRCOLES DIGITAL
La fecha también representa un nuevo momento para mostrar las estadísticas, los números fríos que asustan: 68 mujeres femicidios y 11 travesticidios en la Argentina durante los primeros dos meses del 2020. Es cuando nos sentimos indefensas, cuando sabemos que por el sólo hecho de ser mujeres tenemos más posibilidades de morir asesinadas que infectadas por el coronavirus. El patriarcado, la vieja epidemia.
Nuestro cuerpo es quizás lo primero que poseemos cuando llegamos al mundo. Algo preciado y lo primero que exploramos. Tempranamente también aprendemos que ese cuerpo puede ser atacado, que hay peligros acechando. Golpes, insultos, abusos, etiquetas, estereotipos de belleza seguidos de trastornos alimenticios. Todas las herramientas del patriarcado para adiestrarnos, para hacernos creer que no somos libres.
La lucha es por recuperar eso que nos fue extraído.
Nada de esto es historia nueva. De eso se trató la quema de brujas en Europa entre los siglos XII y XVI, el exterminio de mujeres acusadas falsamente de conspiraciones supersticiosas cuando en realidad se trataban de campesinas, artesanas, mujeres con independencia económica y sexual que buscaron resistirse al atropello de la Iglesia, el Estado y el Capital en nombre del progreso y la razón. A su vez, estas matanzas sirvieron como una cruel manera de aleccionar al resto de las mujeres a no pensar, callar, confinarse al hogar y la familia, ser esclavas de los maridos y un eslabón más dentro de la gran maquinaria capitalista.
La caza de brujas, ese enorme genocidio escondido de los libros de historia y recuperado por académicas feministas como Silvia Federici quien lo describió como “un ataque a la resistencia que las mujeres opusieron a la difusión de las relaciones capitalistas” como así también un instrumento para “la construcción de un orden patriarcal en el que los cuerpos de las mujeres, su trabajo, sus poderes sexuales y reproductivos fueron colocados bajo el control del Estado y transformados en recursos económicos (1)”.
Otra autora en este sentido, María Mies, se refiere a nuestros cuerpos como territorios colonizados y saqueados: “Más y más mujeres descubrían que habían sido alienadas de sus propios cuerpos y que estos habían sido transformados en objetos para otros, que se habían convertido en ‘territorio ocupado’. Muchas empezaron a comprender que el dominio masculino o patriarcado, tal y como empezó a denominarse, tenía su origen no solo en el reino de las políticas públicas sino también en el control de los hombres sobre los cuerpos de las mujeres, especialmente sobre su sexualidad y sobre sus capacidades generativas (2)”.
Entonces llega el feminismo, el despertar de conciencia de mujeres en todo el mundo que se encontraron cuando comenzaron a hablar en voz alta de todas esas violencias que duelen. Esas experiencias ocultas e individuales no eran únicas, sino comunes a la condición de mujer. Las preguntas y cuestionamientos empezaron a brotar: el problema era político y la respuesta debía ser en igual sentido. La lucha es por recuperar eso que nos fue extraído. De esta manera, el feminismo se transforma en el acto político de reapropiación de nuestros cuerpos. No solamente nos encontramos entre mujeres sino que también nos reencontramos con nosotras mismas y con nuestra historia colectiva.
En lo que concierna al aborto, podemos encontrar varias aristas, siendo importante el hecho de reconocerlo como un problema de salud pública, ya que miles de mujeres mueren en prácticas inseguras.
La alianza comenzó a movilizarse y ya la presión era demasiado gigante como para ignorarla. Fue un “ejercicio performativo de su derecho a la aparición, es decir, una reivindicación corporeizada de una vida más vivible” (3), como definió Judith Butler. Pusimos a los poderes en jaque y, por más que se taparan los oídos, nuestros gritos fueron mucho más fuertes. Sabemos también a lo que nos enfrentamos: detractores que salen con los pelos de punta e indignación a remarcar nuestra supuesta irracionalidad. Que salimos en tetas, rayamos paredes, que somos asesinas, que queremos prender fuego iglesias o usar el aborto como método anticonceptivo. “Cierren las piernas” nos ordena Raúl muy enojado en su muro de Facebook. Las feministas estamos todas locas a la vista de quienes temen la autonomía de las mujeres. Si una mujer reclama, piensa por sí misma, entonces se sale del lugar que el sistema le tiene reservado.
Etiquetarnos a las mujeres de irracionales ha sido algo habitual en el entramado de ideas, conceptos y mitos instalados por el patriarcado. “No saben lo que quieren”, “son todas locas”, “demasiados susceptibles” y, mi favorita, “lo que pasa es que le vino”. Frases tan comunes y repetidas para convencer, una y otra vez, que las mujeres somos llevadas por nuestras emociones y no podemos tener pensamiento racional. De esta forma, durante siglos se ha justificado que no hemos sido aptas para cuestiones como votar, acceder a cargos públicos y elegir sobre nuestros propios cuerpos. Hemos sido infantilizadas frente a cualquier decisión que los varones han podido hacer libremente.
Sin embargo, los reclamos que llevamos a la calle son absolutamente racionales por el simple hecho de que pueden contrastarse con la realidad. Tomemos tres ejemplos: femicidios, aborto y desigualdad salarial. Respecto al primer ejemplo, cada año contamos con estadísticas que muestran la cantidad de mujeres asesinadas por cuestiones de género, como así también las características comunes: en su mayoría son provocadas por pareja o ex pareja, resultado de una larga lista de violencias previas y la ausencia del Estado frente a las denuncias realizadas.
En lo que concierna al aborto, podemos encontrar varias aristas, siendo importante el hecho de reconocerlo como un problema de salud pública, ya que miles de mujeres mueren en prácticas inseguras. Para el tercer ejemplo, son diversos los estudios económicos nacionales e internacionales señalando que las mujeres ganamos un 23 por ciento menos respecto a los varones, mientras también nos hacemos cargo de las tareas domésticas, crianza y cuidados que implican horas de trabajo no remunerado.
Hablamos de hechos, números y estadísticas que en gran parte sostienen los objetivos de los feminismos. Las conquistas que alcanzamos y alcanzaremos no fueron ni serán el resultado de la bondad de algunos poderosos, sino el fruto de nuestra lucha en las calles, la que llevamos todos los días y a la que le ponemos el cuerpo recuperado.
(1) Federici, Silvia. El Calibán y la bruja. Traficante de sueños, 2014.
(2) Mies, Maria. Patriarcado y acumulación a escala mundial. Traficante de sueños, 2018.
(3) Butler, Judith. Cuerpos aliados y lucha política. Paidos, 2017.
Esta nota es posible gracias al aporte de nuestros lectoresSumate a la comunidad El Miércoles mediante un aporte económico mensual para que podamos seguir haciendo periodismo libre, cooperativo, sin condicionantes y autogestivo. |