El 26 de mayo de 2003 falleció Alfredo Bravo. Maestro, dirigente gremial y político socialista. Nacido en La Histórica, fue un símbolo de lucha por los Derechos Humanos. Con coherencia transitó su vida en favor de la vida y la unidad. A modo de homenaje reproducimos el texto publicado en el libro "Historias casi desconocidas de Concepción del Uruguay. Tomo 2", publicado por Editorial El Miércoles.
Alfredo Bravo, maestro de grado y uruguayense
Fundador de la CTERA (Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina) y de la APDH, (Asamblea Permanente por los Derechos Humanos), socialista hasta la médula, Alfredo Pedro Bravo, símbolo de la lucha por los derechos humanos y la justicia social, por la educación pública y la cultura popular, nació casi por casualidad en Concepción del Uruguay el 30 de abril de 1925. Pero siempre se manifestó orgulloso de esa cuna, y tuvo fuertes vínculos con la ciudad.
“Jamás en mi vida hice del odio una forma de vivir y proyectarme, ni aún contra los que me torturaron y destruyeron mi familia. Un hombre con odio no puede ser un maestro, no se puede inculcar el resentimiento a los chicos. Si uno se encasilla en el odio, este termina destruyéndolo a uno”. Así pensaba Alfredo Bravo.
El 26 de mayo de 2003 fallecía este docente tozudo, identificado históricamente con el socialismo, pero cuya figura trascendió ámbitos partidarios o sectoriales para convertirse –por trayectoria, personalidad o prestigio– en un símbolo del imaginario colectivo nacional, el “maestro Bravo”.
Ese mismo año, en abril, había visitado Concepción del Uruguay por última vez, como candidato a Presidente de la Nación. Llegó en un viejo Peugeot 504 sin aire acondicionado, con el que hizo miles de kilómetros en esa campaña.
Su compañero de fórmula narraba que “aún en los pueblitos más pequeños o alejados, la gente se acercaba a decirle: siga adelante con su lucha, profesor, con su honestidad”. El prestigio de Bravo trascendía el resultado de una elección, era el reconocimiento a una vida de lucha.
Socialista, “ateo no dogmático” (en sus palabras), tanguero, orgulloso maestro de escuela, gallina fanático, galán hasta en la vejez, apasionado por la libertad y la igualdad, defensor irreductible de los derechos humanos contra la dictadura que fuera, incluso las autodenominadas “de izquierda”, indisciplinado y tanto que se fue de su partido varias veces y, pese a eso, terminó siendo emblema de la reunificación del socialismo en la Argentina.
Alfredo fue un luchador inolvidable, de corazón puro y mente abierta, individualista (en el mejor sentido) como debe serlo quien de verdad tiene firmes convicciones igualitaristas, humanistas y democráticas. La única disciplina que admitía era la sujeción a sus ideales. En la biografía que le hizo Jaime Rosemberg, Alfredo cuenta: “Nací el 30 de abril, entre el Día del Animal y el Día del Trabajador. Y así soy: mitad animal, mitad trabajador”.
Aunque se lo llamaba “Profesor”, él siempre aclaraba: “Soy maestro, maestro de grado”. Y estaba orgulloso de serlo.
Pero Alfredo Bravo, además de maestro normal, fue dirigente sindical, subsecretario de Educación de la Nación, copresidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, diputado nacional, presidente del Partido Socialista y senador elegido por los vecinos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Cada sitio que ocupó fue parte de su pelea a favor de la vida y contra todas las formas que representaban la muerte.
Alfredo Pedro era el tercer hijo de Ángela Conte y de Francisco Bravo. Ella, ama de casa y él, empleado telefónico que adhería al anarquismo. Un traslado laboral del padre, casi por casualidad, determinó que Alfredo naciera en Concepción del Uruguay el 30 de abril de 1925. Pero, como tantas otras cosas en la vida de Alfredo, cubre este hecho algo de nebulosa leyenda: no existe documentación que lo asegure, tan solo el testimonio del propio Alfredo, quien siempre aseguró haber nacido en nuestra ciudad.
La estancia en Entre Ríos fue breve: cuando Francisco y Ángela hicieron las valijas para volver a Buenos Aires se disolvió la posibilidad de que Alfredo creciera como un gurisito costero y se afianzó su destino de pibito porteño. En la capital, los Bravo Conte instalaron una panadería en el barrio de Villa Urquiza. El niño Alfredo estudiaba y jugaba al fútbol en Platense, y trabajaba en el emprendimiento familiar. A la vez, iba conociendo la bohemia de la noche porteña de los años ‘30 y ‘40.
A los 18 años se afilió al Partido Socialista. Admiraba el ideario y la conducta de Alfredo Palacios, “en el sentido de cambiar las cosas para el pueblo, para los trabajadores, enseñarles sus derechos y darles una vida mejor”. Eso no le impidió disentir con el viejo mosquetero y con toda la conducción socialista de la época por la cerrada posición de apoyo al golpe que derrocó al peronismo.
Bravo y treinta jóvenes del partido se rebelaron en contra de la participación de socialistas en el gobierno de facto, y fueron expulsados del PS en 1956. “No soy antiperonista, pero tampoco soy peronista. Le marco defectos, como la falta de respeto por las libertades públicas y la prensa independiente que hubo en sus gobiernos, y señalo también sus virtudes, como poner en práctica las leyes sociales por las que trabajaron Palacios y otros dirigentes en el parlamento”, diría muchos años más tarde a su biógrafo, el periodista Jaime Rosemberg.
Después de egresar en 1944 como maestro en el Normal de Avellaneda, su primer destino laboral fue el Chaco santafesino, donde vio “las ganas que tenía esa gente de aprender, a pesar de que le faltaba casi todo. Entendí que la educación es una mano solidaria que debe extenderse a quienes lo están necesitando”.
De esa experiencia recordaría mucho después: “Los hacheros me venían a defender cuando los patrones me querían sacar a patadas, porque yo les enseñaba matemáticas a los indios del Chaco para que no les robaran más”.
Se dedicó a la lucha gremial docente incorporándose a la Confederación de Maestros y Profesores y fue uno de los redactores del Estatuto del Docente que se aprobaría en 1958, en tiempos en que el país era presidido por el radical Arturo Frondizi. Ese Estatuto será el origen de los derechos y obligaciones de los trabajadores, que terminó con las designaciones arbitrarias en la carrera.
Poco después, bajo la dictadura del general Juan Carlos Onganía, que atacaba la escuela pública primaria y sarmientina, e intentaba derogar el Estatuto Docente, Alfredo contribuyó a unificar la lucha y los gremios educativos le doblaron el brazo al dictador. De esas movilizaciones salió el puntapié para la unidad docente, que daría sus frutos el 11 de septiembre de 1973 en Huerta Grande, Córdoba, al formarse la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina, la CTERA.
En esa acta de fundación, tan simbólica, la firma de Alfredo Bravo aparece junto a la de Bebe Fernández Canavessi, legendario gremialista docente de Concepción del Uruguay y amigo personal de Alfredo. Pero la celebración no fue completa. El primer comunicado de CTERA fue en solidaridad con el pueblo chileno que, ese mismo día, perdía su democracia y a su presidente Salvador Allende. La CTERA nacía asumiendo toda una posición frente a la vida.
Eran los prolegómenos de la peor época de la Argentina. Alfredo, que había rechazado toda violencia desde siempre, impulsó junto a Oscar Alende, Alicia Moreau de Justo, Raúl Alfonsín, Adolfo Pérez Esquivel y Jaime de Nevares –entre otros– la creación en 1975 de la Asociación Permanente por los Derechos Humanos (APDH). La violencia de las organizaciones armadas dio la excusa para la peor violencia imaginable: el terrorismo de Estado. A la convicción le puso el cuerpo, reclamando en comisarías, cuarteles y ministerios por hombres y mujeres que desaparecían a diario.
Hasta que el 8 de septiembre de 1977 él mismo pasó a ser uno de esos desaparecidos, y sufrió la tortura de los esbirros de un entrerriano infame: el general Ramón Camps. Bravo estaba dando clases en una escuela de Buenos Aires cuando varioshombres fuertemente armados irrumpieron en el aula y lo arrastraron hasta el automóvil donde comenzó al calvario. “Me vendaron los ojos, me esposaron las manos hacia adelante, comenzaron a golpearme y me hicieron bajar del coche. Cuando caí al suelo comenzaron a sonar tiros. Fue un simulacro de fusilamiento. Después se produjo una disputa entre mis secuestradores. Uno de ellos decía que no me podían matar allí porque no habían traído el combustible y los neumáticos necesarios para quemarme porque, decían, los subversivos dan mal olor”.
Su esposa interpuso al día siguiente de su detención un recurso de hábeas corpus y publicó una solicitada en el diario La Prensa solicitando se le diga dónde y cómo se encontraba. La APDH publicó un folleto reclamando su libertad, y el 20 de septiembre presentaron un Memorial manifestando preocupación con la firma de 60 personalidades, entre ellas el obispo Jaime de Nevares, Ricardo Balbín, Alicia Moreau de Justo, Arturo Umberto Illia, Raúl Alfonsín, Carlos Fayt, Gregorio Klimovsky, etc. El reclamo por su vida y su libertad tuvo un alcance internacional. La preocupación tenía sobrados motivos: la ola de desapariciones de la dictadura ya se había cobrado la vida de dirigentes de CTERA como Isauro Arancibia, Eduardo Requena y Marina Vilte. Bravo, dirigente de la APDH y de CTERA, era un objetivo estratégico de los militares represores.
El presidente estadounidense James Carter reclamó por Bravo y otros desaparecidos al dictador Jorge Rafael Videla cuando el 9 de septiembre de 1977 asistió a la Casa Blanca para firmar el tratado de Panamá.
Cuando Alfredo recuperó la libertad, el cuerpo conservó las marcas profundas. “Recibí picana, crucifixión, submarino, cubo, picana colectiva (…) Cuando me sacaron del colegio donde daba clases pesaba 81 kilos. Cuando dejaron de torturarme pesaba 45. Era un viejo de 80 años pese a que tenía 52”, contaba en una entrevista. Estuvo trece días desaparecido, en un limbo entre la vida y la muerte, y luego nueve meses preso, y otros seis meses en prisión domiciliaria y libertad vigilada. Sus padecimientos no terminaron allí. Con el tiempo pudo identificar la voz de uno de sus torturadores. Lo reconoció en el marco de los Juicios por la Verdad: era Miguel Etchecolatz, mano derecha de Camps, condenado a 23 años de prisión pero liberado gracias a la ley de Obediencia Debida, la misma por la cual Bravo renunció a ser parte del gobierno de Alfonsín.
El 28 de agosto de 1997 en el programa de televisión Hora Clave, de Mariano Grondona, a Bravo le tocó cruzarse con el represor suelto. El penoso episodio pretendía poner a la misma altura al represor y a su víctima, algo inadmisible para quien crea en la justicia. La APDH emitió un comunicado: “Bravo fue una víctima del terrorismo de Estado, y el otro, un victimario, no porque Bravo o nosotros así lo afirmemos, sino porque la Justicia así lo determinó y dictó condena, en juicios ejemplares y reconocidos mundialmente”.
Cesanteado por el gobierno militar de su cargo docente, Alfredo se convirtió en vendedor de libros para sobrevivir. Se cuenta que directoras y directores de escuelas, a sabiendas del riesgo que implicaba, le abrían las puertas para que el querido compañero pudiese ganarse la vida. Recuperada la democracia, en 1983, el presidente Raúl Alfonsín lo convocó a la Subsecretaría para la Actividad Docente, desde donde, entre otras cosas, facilitó la reincorporación de los maestros y profesores expulsados por la dictadura.
“Yo no fui funcionario de un gobierno radical, si no funcionario de la democracia, un régimen al que había que reconstruir después de muchos años de dictadura”, diría años después. Pero Alfredo, siempre coherente, renunció al cargo cuando Alfonsín impulsó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. “Me obligaron mi dignidad y mi conciencia” dijo públicamente. Volvió a la dirección de su escuela, renunciando a la jubilación de privilegio que le correspondía por ley.
A mediados de los 80 volvió a la militancia socialista, primero en la Confederación Socialista liderada por la enorme Alicia Moreau y luego en el Partido Socialista Democrático. En cierta medida fue su figura la que redimió a ese viejo partido, al desplazar a dirigentes antiguos, algunos de los cuales habían dado su apoyo a la dictadura. Acompañó a Guillermo Estévez Boero como candidato a vicepresidente en 1989 por la Unidad Socialista, primer esbozo de la reconstrucción del viejo Partido.
Fue elegido diputado en 1991 y junto al titular del Socialismo Popular y al fiscal Ricardo Molinas batallaron contra el
menemismo desde el Congreso cuando el neoliberalismo significaba el inminente fin de la historia. En 1994 fue elegido Convencional Constituyente y participó de distintos intentos de reunir a las fuerzas progresistas, como el Frepaso y la Alianza, que lo consagraron como legislador.
Héctor Polino escribió que para Alfredo “la lucha por la libertad debía conjugarse con la justicia social. Trabajó por una sociedad democrática, laica, humanista, libertaria. Demostró que se puede pasar por la función pública, sea en cargos ejecutivos o legislativos, sin ensuciarse en el lodo de la corrupción”.
En 1998 presentó un proyecto de ley para derogar las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, acompañado por Jorge Rivas, Adriana Puiggros, Marcela Bordenave entre otros legisladores para poder reabrir los juicios contra los represores.
Los radicales no podían creerlo, tampoco el líder del Frepaso, Chacho Álvarez que lo menos que quería era agitar las cosas.
“Inorgánico y poco apegado a las estructuras” como lo describió Rosemberg, no se detuvo a preguntarle a sus compañeros de la Alianza si lo acompañarían en esa lucha. El 25 de marzo ambas leyes fueron derogadas. Tampoco pidió permiso para cuestionar a funcionarios del gobierno de la Alianza, y en especial –si bien ya no integraba el bloque– cuando Domingo Felipe Cavallo fue designado en Economía.
Alfredo nada tenía que hacer allí, ante las políticas neoliberales del gobierno al que había apoyado. Por eso en abril de 2000 rompe con la Alianza y en octubre de 2001 es elegido senador nacional por el ARI, espacio que ayudó a crear. Lo secundaba en la boleta su amiga Susana Rinaldi. Nunca pudo ocupar el cargo, ya que, por un subterfugio judicial, la banca obtenida le fue entregada a Gustavo Béliz.
Poco después, en 2002, se reunifica el Partido Socialista que se había atomizado a partir de 1958. ¿Y quién mejor para simbolizar esa nueva esperanza? Alfredo Bravo fue elegido presidente del Partido. Como diría para despedirlo Rubén Giustiniani, su compañero de fórmula, quien lo acompañó en el viejo Peugeot 504, Alfredo “conjugó muchos verbos, y uno de ellos el de la unidad. Unió a los maestros argentinos, unió al socialismo después de 44 años de estériles divisiones. Demostró con su accionar que la unidad no se declama, se practica”.
Su última campaña en 2003 profundizó sus malestares físicos. Pero fueron otros los dolores. En una larga carta desnudó la soledad que sintió durante la campaña, “exhausto y enojado con propios y ajenos”, en “una despedida electoral que no merecía”, como afirma su biógrafo Rosemberg. La carta, cruda y directa, circuló entre toda la militancia, y mostraba todo su malestar.
En el final reflexionaba: “Desecho cualquier actitud indulgente porque creo que una derrota, como muchas que he tenido en mi vida, es un estímulo eficaz para producir una buena lectura de la Historia. Por eso no puedo bajar los brazos y retirarme de la actividad política, como pensé en algún momento. Soy socialista y rescato a todo aquel compañero que sinceramente lo sienta y lo manifieste. Rechazo a los oportunistas, que nunca faltan y a los que traicionan el ideario, los principios y valores que sustentan el socialismo”.
Alfredo nunca perdió el vínculo entrerriano: como secretario general de CTERA, como integrante de la APDH o como dirigente político, regresaba periódicamente a su ciudad natal. La Biblioteca Popular El Porvenir le abrió sus puertas para que en el final de la dictadura el viejo militante de los Derechos Humanos extendiera sus ideas al pueblo de Uruguay.
También es recordada la declaración en la Cámara de Diputados, en agosto de 2000, repudiando la ordenanza 4571 aprobada por el Concejo Deliberante de Concepción del Uruguay, donde –a pedido de vecinos– se derogaba la anterior que designaba con el nombre “Nunca Más” una calle que honraba la memoria de los desaparecidos uruguayenses, “elegido popular y voluntariamente por el Pueblo de Concepción del Uruguay, en conmemoración de sus mártires”.
La declaración rescataba la voluntad popular de sostener ese nombre y enmarcaba ese “Nunca Más” en la realidad de esos años, en que además se producía un crimen aberrante en la ciudad: “La decisión del pueblo entrerriano que, tras realizar una gigantesca Marcha de Silencio en la cual 10.000 vecinos reclamaron el esclarecimiento del crimen de Flavia Schiavo, llevó en dicha circunstancia a sus representantes a darle un valor simbólico al lugar, que hoy determinan, debe ser anulado”. Ese asesinato finalmente nunca sería esclarecido. Y la calle “Nunca Más” desde entonces pasó a tener una extensión de solo una cuadra, por lo que ya no molestaba tanto a los vecinos de María Auxiliadora.
Bravo fue un uruguayense de nacimiento y porteño por adopción, casado con Marta Becerini, padre de dos hijos, fanático de River Plate, club del cual fue candidato a presidente en 1997, y también un poquito hincha de Platense.
Fue también autor de piezas teatrales y de las “Obras maestras del terror” que interpretadas por Narciso Ibáñez Menta, apasionaban a la Argentina de los años 60. Escribió libros como “El Congreso Pedagógico en el Congreso Nacional 1882”, “Historia y presente de la pena de muerte” y otro que nunca terminó de corregir: “Otario que andás penando”. Amante de las azaleas que cultivaba y regaba con pasión para que florezcan cuatro veces al año, también lo fue del tango y de la voz de Josephine Baker.
Sus valores: la libertad, la igualdad y la solidaridad; su actitud, coherente y honesta, su compromiso con los más débiles; su humanismo, lo colocan en la memoria de un pueblo que lo respetó y admiró, por sobre diferencias políticas.
Un aspecto menos conocido es el de su condición de masón, en la que tuvo el grado intermedio de “compañero”. Fue iniciado en la Logia “El Fénix” del Gran Oriente Federal Argentino. Con la habitual discreción masónica, muchas personas descubrieron su pertenencia cuando tras su fallecimiento se publicó un aviso fúnebre donde la Masonería Argentina participaba “el fallecimiento de su querido hermano y distinguido ciudadano”.
Como legislador, las preocupaciones de Alfredo fueron las mismas de toda su vida: presentó el proyecto de Ley General de Educación, confrontando con la menemista Ley Federal de Educación; propuso un régimen de Planificación Familiar en torno a la procreación responsable; quiso preservar el Banco Hipotecario como entidad destinada a financiar la construcción de viviendas populares; propuso una ley sobre habeas data (libre acceso a la información existente en los archivos públicos), entre otros. Bravo tenía en claro que “todo hay que hacerlo con el pueblo. Sin el pueblo, nada camina, y para eso hay que hacer docencia”. Y sostenía con firmeza que “en una sociedad solidaria es el Estado quien garantiza la igualdad de oportunidades y posibilidades educativas”. En 1988 la Unesco (la Organización de las Naciones Unidas para la Cultura y la Educación) le otorgó su Premio Anual.
Alfredo ha tenido diversos reconocimientos al transcurrir el tiempo. El Partido Socialista de Concepción del Uruguay, el 20 de agosto de 2010 inauguró una Biblioteca Popular con su nombre. El 30 de mayo de 2013, en el Concejo Deliberante de su ciudad se presentó un proyecto para designar con su nombre una calle en el barrio docente “Congreso de Oriente”.
En los considerandos se expresaba que Alfredo Bravo, “hijo de esta ciudad, ha trascendido el ámbito partidario, para convertirse en emblema de los Derechos Humanos de todos los argentinos. Durante su vida convocó permanentemente a la unidad de los sectores progresistas y democráticos en pos de un humanismo contenedor de los sectores más vulnerados de la sociedad. Su vida la dedicó a luchar contra las diferencias sociales, económicas y culturales en el objetivo de lograr una sociedad justa, solidaria e igualitaria”. El 11 de septiembre de 2014 se descubrió la placa que designa la calle “Maestro Alfredo Bravo”.
Esa mañana, integrantes de todos los partidos políticos, docentes, estudiantes, sindicalistas, militantes de los Derechos Humanos, vecinos y vecinas del barrio, se reunieron para honrar al viejo maestro. “El verdadero homenaje que debemos brindarle a diario, es el de hacer carne y ejercicio sus valores, esos que compartimos”, dijo la concejala Verónica Magni, impulsora del proyecto.
Varias escuelas en el país llevan el nombre de Alfredo. En Godoy Cruz (Mendoza), en Santa Fe, en Río Ceballos (Córdoba). La estación Callao de la Línea B del subte porteño se llama «Maestro Alfredo Bravo». Agrupaciones gremiales docentes llevan también su nombre como emblema.
Quizás a él no le hubieran gustado tantos homenajes, pero seguramente lo hubiera emocionado la despedida con la que lo honró Laura Bonaparte, Madre de Plaza de Mayo (Línea Fundadora), entrerriana como Alfredo, un poema en homenaje, en donde entre otras cosas dice: “Compañero Maestro de la educación laica y gratuita. / No te doblegó la tortura / Tampoco el fraude / Y la ausencia de justicia te dio fuerzas para hacerla existir / Enemigo de las mafias políticas y religiosas / Maestro de las y los diferentes / Maestro de marginadas y marginados / Te despedimos con mucho dolor / Las compañeras de compañeros / Las religiosas y las laicas / Las políticas amigas / Las que aramos la tierra / Las que hacemos música / Las que cantamos / Las mujeres comunes / Las luchadoras / Las que buscamos a nuestros hijos / Las que curamos heridas / Las que estamos en la casa / Las que caminamos las calles / Las que hablamos en las aulas / O en las calles, paradas desde la tribuna / Te despedimos con mucho dolor...”.
La nota original se publicó en septiembre de 2021 en El Miércoles Digital, con la firma de Jorge G. Villanova. Para redactarla, el autor consultó diversas fuentes, entre las cuales vale destacar en especial la biografía escrita por Jaime Rosemberg, Un maestro socialista: vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo, (Editorial Homo Sapiens, Rosario, 2018). También las notas periodísticas de Mariana García en Clarín; de Juan Carlos Martínez en Agencia Paco Urondo; de Flavia Fernández en La Nación; de Jorge Llistosella en Acción; de Héctor Polino: “Alfredo Bravo: Un luchador”, en el sitio de la APDH; distintos textos y entrevistas a Alfredo Bravo; el libro de Jorge Bonvin Calles con historia (Municipalidad de Concepción del Uruguay, 2019), y el proyecto de Resolución, del HCD Concepción del Uruguay, 30/5/2013. En esta versión se añadieron elementos de distintas fuentes, como la entrada “Alfredo Bravo” en el Diccionario Biográfico de las Izquierdas Latinoamericanas, editado por el Cedinci; la nota “Alfredo Bravo, rebelde y muchas cosas a la vez”, de Julio Bazán (tn.com.ar) e ilustraciones que provienen del archivo de El Miércoles y provistas por gentileza de la Biblioteca Alfredo Bravo de Concepción del Uruguay.
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