Las propuestas del candidato de ultraderecha, que presenta como novedosas, ya eran consideradas “antiguas” y “equivocadas” hace más de un siglo y medio en la Argentina, por un singular filósofo francés acriollado. Hoy casi desconocido, para Alejo Peyret —reivindicado sin embargo por las más variadas líneas de pensamiento— la prédica ultraliberal de Milei ya era “arcaica” en 1860.
“Los nuevos economistas no dicen, como los antiguos, que el Estado es un mal necesario o un cáncer. (…) Al contrario, el Estado tiene una doble misión: asegurar la libertad y prestar su cooperación para el progreso social. Es un error creer que mengüe el rol del Estado a medida que progrese la civilización. Cambia solamente su naturaleza”.
Así se expresaba Alejo Peyret, hace más de 150 años, en una de sus numerosas columnas dedicadas a las discusiones acerca de las mejores maneras de organizar aquella Argentina naciente a la que había llegado dos décadas antes y de la que se había enamorado para siempre.
Nótese el adjetivo “antiguos”. Peyret se refiere de ese modo, en 1860, a los predicadores del laissez faire, laissez passer que ya entonces eran considerados “ortodoxos”. Y los refutaba con datos empíricos de la época: “En Inglaterra, donde reina completamente la libertad industrial, es donde se reclama más a menudo la intervención del Estado para reprimir los abusos de los poderosos (…) ¿No es la prueba de que la doctrina económica de la libertad absoluta no trae solución?”.
¿Será esa la razón por la que en el siglo XX se bautizaron a sí mismos “neoliberales”? ¿Necesitaban renovar de algún modo la forma de presentar postulados que ya en el siglo XIX estaban pasados de moda?
El filósofo desconocido
Alejo Peyret es una figura de la historia argentina tan poco recordada como atractiva. Fue un filósofo en acción, organizador de las primeras colonias de inmigrantes, creador de bibliotecas y mutuales, traductor y divulgador de Proudhon, pionero de la economía social, impulsor de cooperativas, promotor de la educación técnica y física, defensor de los derechos de las mujeres, del acceso equitativo a la tierra y de la separación del Estado de cualquier religión.
Peyret fue un filósofo singular. Elaboró una síntesis que, revisada en la actualidad, es tan original como sorprendente: en parte porque adelanta puntos de vista sobre discusiones aun vigentes. Pero sobre todo porque reúne perspectivas que, por aquel tiempo, si bien estaban presentes en diferentes pensadores, no se encontraban en un mismo filósofo. Por ejemplo, la bibliografía lo identifica, erróneamente, como “positivista”. Sin embargo, Peyret cuestionaba a los principales pensadores del positivismo, empezando por Augusto Comte, y les reprochaba entre otras cosas, lo que hoy llamamos “eurocentrismo”.
Quizás por eso es reivindicado por corrientes distintas y enfrentadas entre sí.
La retrotopía paleoliberal
Zygmunt Baumant dejó, al morir, dos libros terminados. En uno de ellos, Retrotopía (Paidós), se refiere a una curiosa reacción contemporánea a las incertidumbres del presente y las crisis del futuro: la de buscar una sociedad ideal, perfecta, pero ya no en un horizonte por venir —como ocurría con las viejas utopías— sino en el pasado de la humanidad. A eso le llama retrotopías.
Algo de eso aparece en el candidato de la ultraderecha argentina Javier Milei, hoy con chances de llegar a la Presidencia de la Nación. Su prédica de libertad absoluta en el campo de la economía no tiene una contraparte en cuestiones sociales y culturales, en las que, cada vez que abre la boca, asoma un autoritarismo alarmante. Una suerte de neofascismo neoliberal como el de Jair Bolsonaro, con características propias.
Admirador ferviente de las ideas del filósofo autodenominado “anarco-capitalista” Murray Rothbard —entre otros teóricos a los que cita a menudo, como los de la Escuela Austríaca, Friedrich Hayek y Ludwig von Mises— Milei recita enunciados de esos pensadores como si de verdades indiscutibles se trataran. Lo hace atribuyéndoles un carácter “científico” que soslaya (deliberadamente o por ignorancia) que, como marcó Mario Bunge, nunca esos postulados fueron corroborados desde la metodología de la ciencia, inaugurada por el destacado filósofo liberal (este sí, liberal en serio) Karl Popper.
Las ideas filosóficas de Milei pueden ser calificadas, más apropiadamente, como “paleoliberalismo” expresión usada en los ámbitos académicos de habla anglosajona donde surgieron. Digo apropiadamente porque se trata de ideas antiguas, arcaicas, que expresan un pasado al que no solo no sería recomendable regresar sino que, muy probablemente, no haya ninguna posibilidad de hacerlo en sociedades democráticas.
Ese carácter arcaico de las ideas de Milei aparece al recuperar los textos de Peyret.
Qué es el paleoliberalismo
Aunque Milei se autopercibe indistintamente liberal, libertario, minarquista o anarcocapitalista, las ideas que expresa —incluidas en el programa presentado ante la justicia electoral— son las ideas tradicionales (“arcaicas”, diría Peyret) del liberalismo ortodoxo económico, el neoliberalismo, la economía neoclásica, o como se prefiera llamar a esa perspectiva de la cual la Escuela Austríaca es solo un ala extrema.
Esa corriente es muy cuestionada en los debates epistémicos de la filosofía política y de la economía actual. Pero ¿cuáles son los puntos principales que sostiene el liberalismo económico tradicional, hoy conocido como “neoliberalismo”, y que en tiempos de Peyret se sintetizaba en el slogan laissez faire, laissez passer, de raigambre fisiócrata? El mencionado Mario Bunge incluía a esa corriente entre las pseudociencias y la caracterizaba mostrando los enunciados que subyacen a sus principales postulados:
a) el único objetivo de la actividad económica es el beneficio privado;
b) el mercado se autorregula, es decir, está siempre en equilibrio o cerca del mismo, por lo que toda intervención tendrá en él un efecto perjudicial;
c) los recursos naturales son inagotables o reemplazables;
d) los seres humanos son básicamente egoístas y a la vez son económicamente racionales;
e) todos los individuos intentan maximizar sus utilidades esperadas;
f) los medios de producción, comercio, transporte, comunicación y finanzas deben estar en manos privadas;
g) los precios suben y bajan con la demanda en un mercado libre;
h) el mejor orden social es el que dispone del mercado más libre y el mejor mercado es el que puede crecer sin límites;
i) los hombres de negocios no tienen obligaciones morales porque la actividad comercial es virtuosa en sí misma;
j) el Estado solo debe proteger los intereses de quienes ya poseen propiedad privada contra quienes no la poseen.
En su librito "Las pseudociencias, ¡vaya timo (Laetoli)", Bunge sostiene que estos postulados carecen de evidencia probatoria, en terminología popperiana nunca han sido corroborados con evidencia, y por el contrario, en su obra Filosofía política (Gedisa) cita numerosos estudios científicos que los refutan, entre los cuales incluye la obra de la premio Nobel de economía, Elinor Ostrom.
Refutados hace siglo y medio
Pero lo interesante es encontrar que Peyret, en sus textos de 150 y más años atrás, se anticipaba a esos análisis y refutaba esas ideas pseudocientíficas de los economistas ortodoxos. Y lo hacía con argumentos muy similares a los del gran filósofo argentino (que no conoció su trabajo, dicho de paso).
Peyret sostuvo en 1870 que “la economía política dista mucho todavía de ser una ciencia” y mencionaba “una escuela entera de nuevos economistas” (entre los que destacaba a Èmile de Laveleye) que vienen a demostrar que “las verdades de esa ciencia no son dogmas como lo pretenden los ortodoxos, toda la escuela inglesa, Adam Smith y sus sucesores como Ricardo, McCulloch, Say, y toda la secta de Manchester, de los librecambistas, que es la que ha expuesto con mayor lógica los dogmas del antiguo credo”.
Según ese credo, explica, “el hombre es considerado un ser que va siempre en pos de su interés privado; impulsado por ese móvil, bueno en sí mismo puesto que es el principio de su conservación, busca lo que le es útil y nadie puede discernirlo mejor que él mismo. Déjeselo pues libre de los estorbos que opone el Estado, déjese obrar la concurrencia universal y sin restricción; por esa ley providencial el orden se establecerá espontáneamente. El legislador no tiene que ocuparse de la repartición de las riquezas. Dejad hacer, dejad pasar, como decia Gournay en el siglo pasado. El hombre de Estado quédese con los brazos cruzados. El mundo camina de por sí a su fin”. Peyret aseguraba que era una teorización falsa: “De esa doctrina filosófica los economistas deducen principios generales aplicables a todos los pueblos, a todos los tiempos, porque son de una verdad absoluta”.
Y aseguraba que para los nuevos economistas (los nuevos… ¡del siglo XIX!) estaba muy claro que las cosas no son así. “La economía política era esencialmente cosmopolita; no hacía caso de la división de los pueblos, y consideraba la humanidad como una sola familia. Tal era la doctrina antigua, que los nuevos economistas vienen a criticar. El hombre, dicen estos, tiene más de un móvil. Al lado del egoísmo, hay el sentimiento de la colectividad, la sociabilidad, que se traduce por la formación de la familia, de la comuna, del Estado. (…) Resulta, pues, que es falso el aforismo de que el hombre obra bajo el imperio de un solo móvil, el interés individual. ‘Los hechos constantes y generales de la naturaleza humana’ de los cuales quiere deducir las leyes económicas, son un concepto imaginario…”, asegura.
Estas consideraciones de Peyret se adelantan en más de un siglo, usando incluso términos semejantes, a abordajes como el de Mario Bunge, para quien el hecho de que esa teoría haya permanecido intacta durante más de un siglo —pese al significativo progreso de otras ramas de la ciencia social— constituye un claro indicador de que es pseudocientífica.
Bunge asegura además que “el laissez faire no es un lema ideológico aislado: se trata de la consecuencia lógica de dos dogmas que se mantienen de forma acrítica, pese a los cambios en la realidad económica desde que Adam Smith (1776) publicó su gran obra”.
En otro trabajo, Bunge asegura que la experimentación ha demostrado a) que las motivaciones de los seres humanos son múltiples y variadas, y no se limitan al interés o cálculo de beneficios individuales; b) que la experimentación ha refutado el dogma central de la teoría económica estándar: que todos los seres humanos sean incapaces de sentir compasión o empatía y por ende enemigos natos de la igualdad o la cooperación; c) que no es verdad que tengamos que elegir entre el llamado mercado libre y el Estado: la investigación muestra una multitud de casos de gestión exitosa de recursos de propiedad común de todas clases en una diversidad de sociedades, desarrolladas y subdesarrolladas.
Precisamente esa gestión social exitosa que estudió la premio Nobel Elinor Ostrom (que comentamos en una nota anterior) es la que aparece en la concepción de un Estado Social que sostiene Peyret: “La idea gubernativa”, dice en uno de sus primeros textos periodísticos, debe seguir “la misma progresión descendiente (…) El gobierno reducido á ser, en el porvenir, solamente la administración, el encargado de gestión de la sociedad”, mientras todos los otros resortes –la producción de riquezas, el comercio, la industria– son manejados de manera directa por la comunidad.
La más peligrosa pseudociencia
Pocos días atrás una entrevista de Jorge Fontevecchia profundizaba, en charla con un periodista, la experiencia de una pequeña ciudad en los Estados Unidos donde se realizó un experimento “libertario”, y su total fracaso. Peyret, siglo y medio atrás, refería a otras experiencias que mostraban, ya en su época, los resultados oprobiosos de poner en práctica las ideas dogmáticas que Milei presenta hoy como novedosas: Europa entera había sido ese experimento “liberal” a ultranza.
Decía nuestro autor: “La pobreza no es ya solamente el resultado de los vicios del hombre; esto podría corregirse. Se trata en realidad de un mal orgánico de la sociedad, una consecuencia inevitable del libre juego de las fuerzas económicas. El ‘laissez faire, laissez passer’ proclamado por los discípulos de Adam Smith y de J. B. Say ha producido una inmensa anarquía industrial y comercial del tipo de la que reinaba en la Edad Media (…). Y, como si la historia debiera repetirse sin cese, del seno de este caos surgió un nuevo feudalismo, una aristocracia financiera de la que la Bolsa es el castillo roqueño, y cuyos señoríos son los ferrocarriles, los canales, los bancos, los préstamos, las factorías, en una palabra todo tipo de privilegios y monopolios”.
Esa descripción de la Europa ultraliberal que Peyret había abandonado está fechada en 1860. No es cierto, como se puede ver, que la libertad avance en el sentido en que Milei la presenta. Al contrario: retrocede, aun pasado que en 1860 ya era indeseable.
Peyret añadía que “el egoísmo impulsa a los hombres a la iniquidad y a la expoliación” y la misión de ponerle límites “le incumbe a la moral primeramente, y después al Estado, órgano de la justicia”. Pero además señalaba que, aunque sus únicas motivaciones no sean económicas, “los seres humanos no son perfectos, y por lo tanto el libre juego del mercado, el desencadenamiento de los intereses, no produce la armonía sino el antagonismo”. Y daba ejemplos de su época: “A esto lo demuestra la Inglaterra, donde reina completamente la libertad industrial, a tal punto que es allí donde se reclama más a menudo la intervención del Estado para reprimir los abusos de los poderosos y proteger a los débiles (…) ¿No es la prueba de que la doctrina económica de la libertad absoluta no trae solución?”, se pregunta.
Es interesante además señalar que Peyret —a quien hoy caracterizaríamos como un socialista democrático— no dudaba en asumirse, entre otras cosas, como “liberal”. Pero no en economía. Y como ha señalado en estos días otro liberal sensato, Guy Sorman —un epígono mundial del liberalismo— los dogmas que sostienen fanáticos como Milei están muy lejos de una concepción auténticamente liberal de la sociedad, lo que queda claro cuando se constata su autoritarismo profundo en cualquier otro rubro que no sea el de la economía.
Peyret, por el contrario, entendería que para que haya libertad en la sociedad es necesario un Estado regulador, al que le añade la necesidad de democratizarlo, precisamente para impedir que se exceda en sus funciones. Su rechazo a estos postulados que ya en su época definía como “arcaicos” exhiben un talante emparentado con los que más de un siglo después utilizara Bunge en su impugnación de las pretensiones científicas de la ortodoxia económica.
Para el final dejé otra coincidencia de Peyret con Bunge: éste no dudó en calificar a la economía ortodoxa como la más peligrosa de las pseudociencias, por sus consecuencias sociales. Peyret, en 1870, en un texto titulado “La ciencia económica”, afirmaba, como si tuviera enfrente a Milei: “Es un error, pues, peligroso creer que bastaría desarmar el Estado y libertar a los hombres de toda traba para que el orden se establezca”. Y concluía: “la ciencia económica oficial necesita rehacerse por entero” porque “arranca de un falso punto de partida”.
Resulta insólito que un siglo y medio después, esos dogmas y “errores peligrosos” reaparezcan en el discurso de un candidato presidencial. Insólito y preocupante.
(*)Nota publicada en PERFIL, sábado 4 de noviembre.
Esta nota es posible gracias al aporte de nuestros lectoresSumate a la comunidad El Miércoles mediante un aporte económico mensual para que podamos seguir haciendo periodismo libre, cooperativo, sin condicionantes y autogestivo. |