Selva Almada, la escritora entrerriana de mayor renombre nacional (e internacional: acaba de ser premiada en Italia), reclama en esta nota publicada en Infobae, un mayor reconocimiento a una destacada poeta uruguayense: Ana Teresa Fabani. Reprocha que su busto no está incluido entre los poetas de plaza Columna.
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Una situación rara produjo Selva Almada, hoy por hoy la escritora entrerriana de mayor renombre nacional (e internacional: acaba de ser premiada en Italia, ver enlace). La autora de "Ladrilleros" reseñó en una nota en Infobae la vida y la obra de la uruguayense Ana Teresa Fabani (quizás la escritora mujer más importante en la historia de Concepción del Uruguay y una de las principales en Entre Ríos).
En la nota, Selva Almada reclama que el busto de Ana Teresa no está incluido en el rincón de poetas de la plaza Columna. Aquí reproducimos el texto, y a continuación incluimos el enlace al capitulo sobre ella en las "Historias (casi) desconocidas de Concepción del Uruguay" (Editorial El Miércoles, 2022). (Ver nota).
Tenía tuberculosis, sus libros casi se pierden para siempre y ahora hay una calle con su nombre
Por Selva Almada (Infobae)
Ana Teresa Fabani publicó poesía y una novela ambientada en su propia enfermedad mortal. Su obra estuvo a punto de quedar en el olvido, pero un rescate a tiempo torció el destino.
En una de las pocas fotos que hay, Ana Teresa Fabani está encendiendo un cigarrillo y su belleza es deslumbrante. Parece el fotograma de alguna película hollywoodense de los años 50. En esa foto tendrá entre 24 y 27, supongo, el período breve que vivió en Buenos Aires luego de dejar el sanatorio de tuberculosos y antes de morir.
Ana Teresa, Teresita o Teté, como le decían sus amigos, nació en Concepción del Uruguay (Entre Ríos) en 1922, enfermó de tuberculosis en la adolescencia y a los 17 ingresó en la Estación Climatérica de Ascochinga, en las sierras de Córdoba, de donde salió seis años después, sin curarse. Escribió dos libros: Nada tiene nombre (Botella al mar, 1949) y Mi hogar de niebla, publicado un año después de su muerte. Un poemario y una novela en la que autobiografía y ficción se confunden como en la mente afiebrada de los enfermos.
Mi hogar de niebla comienza cuando la protagonista y narradora llega al sanatorio donde pasará un largo período, llega sin saber cuándo se irá de allí o si se irá de allí envuelta en una mortaja. Las primeras líneas de la novela tienen la forma de un poema: “La niebla estaba. / El inmenso gris de la niebla. / Dentro de los senderos, de los paisajes, de todos los horizontes. / Como un manto de olvido. / Y de ensueño. / Íbamos por ella”.
Este comienzo gótico se transforma en un relato de terror la primera noche cuando se queda sola en su cuarto y se tiende por primera vez en su cama, en el colchón que guarda la forma de su ocupante anterior y que ella sospecha, asqueada, fue un hombre: “Estaba segura de que apenas estirara las piernas entre las sábanas tocaría con ellas las de él, entibiadas por el abrigo del lecho”. Una noche aterradora para una muchacha virgen que dormirá por primera vez en los brazos de su esposa, la enfermedad.
Con el paso de los días (que en un abrir y cerrar de ojos se transformarán en años) irá conociendo a sus compañeras de desgracia, a las enfermeras y a los médicos, a los internos del pabellón de varones… formará un grupo de amigas con otras muchachas de su edad. Las horas pasan lentas, echadas en las reposeras de la galería, al sol tibio de la tarde o en la soledad de sus cuartos, donde cada una come, alejada de las demás. Si las noches son desconsoladas, durante el día una endeble vitalidad se apodera del cuerpo de las enfermas: leen libros y revistas, cuchichean, se ríen provocando el enojo de las enfermeras, acechan a los hombres jóvenes de los otros pabellones. Se alborotan suavemente como mariposas con las alas rotas.
Un erotismo morboso habita las pieles pálidas, los pechos agitados por la tos: “Se abrían los lentes oscuros, como flores extrañas, sobre los rostros (…) Las sonrisas parecían pájaros aleteando ante un ramillete. Los déshabillés, de distintos y alegres colores, matizaban el cuadro de verano. Luisa se pintaba las uñas. Y el perfume fuerte del esmalte llenaba de trópico el ambiente”.
Leyendo escenas como esta, me venía a la memoria Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides, adaptada al cine por Sofía Copola en 1999. En ambas historias las chicas están condenadas al encierro en plena juventud, el deseo borboteante contenido bajo siete llaves por dos padres controladores en una y por la certeza de la muerte a corto plazo, en la otra. Sin embargo, en la novela de Eugenides la muerte es un acto de rebeldía y en Mi hogar de niebla la muerte es apenas la continuación de esa muerte en vida que es la enfermedad: “Desde una muerte hacia otra muerte”.
No solo por el coro adolescente de sus páginas pensaba en una novela mientras leía la otra. Sino por lo contemporánea que me resulta la escritura de Fabani. Le conté a una amiga las circunstancias y la época en que fue escrita y me dijo: “¿Pero no es pesada? Digo, el lenguaje, la manera de escribir…”. Creo que ese es otro hallazgo de esta novela: no es pretenciosa ni declamativa, es poética y simple a la vez y parece estar hablándonos en este mismo momento. Ulyses Petit de Murat, en el prólogo a la primera edición, dice: “Todo está sin completar, como la muerte que moldea a la protagonista. Así los párrafos desgarrados, la puntuación desflecada, las repeticiones”.
Hacia la mitad del libro hay un capítulo bisagra entre la fantasía romántica de la muerte, de la que antes se habla relacionándola con la Belleza (así, con mayúscula) y la muerte real y concreta. Una paciente fallece. No es de su círculo de amigas, ni siquiera la conoce, pero el rumor llega a sus oídos y la curiosidad es más fuerte. Con la complicidad de una de las mucamas del sanatorio, va a espiar a la difunta a su habitación una vez que los parientes se retiran, en medio de la noche. La mucama hace guardia en la galería y ella entra en el cuarto: “Parecía que se iba hinchando ante mi vista, como un globo de papel que se llevara por el aire pesadamente. Y el color de la piel no era de esa hermosa marfilina que nos describen los relatos. Era verdoso y opaco. Sosteniendo las mandíbulas, que se entrarían, le habían colocado un gran pañuelo, anudado sobre la cabeza”.
En la novela ella lee, escribe cartas pero no versos. Las cartas que, con el paso de los años, se van espaciando. Las cartas y las visitas. Familiares y amistades se van olvidando de la enferma. Es que estos morideros de lujo en las sierras cordobesas obedecían más que a la posibilidad de recuperación, en un sitio donde el aire era privilegiado, a la fobia que provocaba la tuberculosis. Parecida a la de la lepra y la lógica de los leprosarios. Más romántica, el coágulo de sangre floreciendo discreto en los pañuelos blancos, menos grotesca que las llagas y la deformidad de la lepra, la tuberculosis también generaba un miedo atroz.
Aunque algunos, como la poeta María Meleck Vivanco, contemporánea y amiga de Ana Teresa, desafiaran el contagio: “Yo me dormía sobre su frondosa cabellera extendida a modo de cola de pavo real y de un castaño dorado fuera de serie. Era muy fácil contagiarse la tuberculosis, sin remedio, pero los jóvenes jamás piensan en el peligro”. Vivanco (recomiendo Mar de Mármara, publicado por La mariposa y la iguana) sobrevivió a su amiga sesenta años.
En Mi hogar de niebla la poeta es Rosa María, una muchacha que ingresa al sanatorio tiempo después que la protagonista. Rosa María escribe con el deseo de trascendencia. No de fama ni de gloria ni de éxito, sino como una manera de continuar viviendo. Le pide que si algo le sucede, busque su cuaderno de poemas y lo conserve hasta hacerlos conocer.
Sin embargo, cuando Rosa María muere lo hace por la noche y a escondidas de las otras se llevan su cuerpo y sus pertenencias. El cuadernito va a parar a la casa del bibliotecario del sanatorio que se lo da a su hijo pequeño para que juegue. Termina deshojado por el niño y los restos quemados por la esposa del bibliotecario: “Murió dos veces Rosa María. La vez que murió en el lecho y la vez que murió en el fuego”.
Tal vez Ana Teresa temía que sus propios versos o la novela, que estaba corrigiendo cuando murió, tuvieran el mismo destino: la destrucción o el olvido. No corrieron esa suerte: unos meses antes del fin se publicaron sus poemas y un año después, la novela. En su vida breve se movió en un círculo de escritores: Petit de Murat, Raúl González Tuñón y Juan L. Ortíz fueron sus amigos.
Juan L. le escribió un poema que dice: “atravesada como un lirio sobre la corriente del límite, / crucificada largamente, largamente, sobre el filo mismo / del límite”. Pero el olvido estuvo a punto de llevársela a esa cueva oscura y fría donde vive. Las primeras ediciones de sus dos únicos libros fueron inconseguibles durante décadas.
A los cincuenta años de su muerte, en 1999, la poeta Marta Zamarripa, entonces directora de la Editorial de Entre Ríos, reeditó Nada tiene nombre y en 2017 la editorial de la universidad de Entre Ríos (EDUNER), Mi hogar de niebla. En su ciudad natal una calle lleva su nombre y hay un monumento que la recuerda. Lo curioso es que la misma ciudad tiene en la Plaza Constitución el llamado Rincón de los poetas: los bustos de siete poetas entrerrianos, todos varones. Ni Ana Teresa ni ninguna otra poeta tienen lugar en ese parnaso.
Quién fue Ana Teresa Fabani
♦ Nació en Entre Ríos en 1922 y murió en Buenos Aires en 1949.
♦ Fue escritora y poeta, reconocida en su provincia natal como una referente de la literatura de su época.
♦ Publicó el poemario Nada tiene nombre y Mi hogar de niebla, su novela póstuma.
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