Blas Jaime, vecino de Paraná, y unos de los últimos descendientes del pueblo Chaná que hasta ahora preservaba la lengua originaria que se creía extinta, fue noticia en reconocido periódico neoyorquino. En una nota realizada por la periodista Natalie Alcoba, se da cuenta de sus 18 años de labor en rescatar y sistematizar la cultura ágrafa que conserva en la memoria por la transmisión de su madre. Ahora, con gran parte de este camino realizado, su legado ha de pasar a su hija Evangelina.
Se creía que esta lengua estaba extinta. Pero un hombre alzó la voz, destaca en la publicación que este 13 de enero realizó el prestigioso medio norteamericano The New York Times, que consignó a un equipo de periodista y reportero gráfico a la capital entrerriana para registrar la historia de Blas Jaime, “el último chaná parlante”. En rigor, ahora ya no es el último descendiente en conservar ese acervo de una cultura indígena de nuestra región. Blas Jaime con sus casi dos décadas “resucitando” el idioma “chaná”, una lengua que aprendió de su madre, ahora tiene a su hija como continuadora de la tradición.
La nota original y contenido completo del NYT se puede encontrar en:
Se creía que esta lengua estaba extinta. Pero un hombre alzó la voz
Y a continuación, reproducimos algunos fragmentos del material
Blas Omar Jaime ha vuelto, de muchas maneras, a situar al grupo indígena chaná en el mapa.
De niño, Blas Omar Jaime pasó muchas tardes aprendiendo sobre sus antepasados. Entre yerba mate y torta frita, su madre, Ederlinda Miguelina Yelón, le transmitía los conocimientos que había guardado en chaná, una lengua gutural que se habla moviendo apenas los labios o la lengua.
Los chaná son un pueblo indígena de Argentina y Uruguay cuyas vidas estaban entrelazadas con el caudaloso río Paraná, el segundo más largo de Sudamérica. Veneraban el silencio, consideraban a los pájaros sus guardianes y cantaban canciones de cuna a sus bebés: Utalá tapey-’é, uá utalá dioi (duerme pequeñito, el Sol se ha ido a dormir).
Miguelina Yelón instó a su hijo a proteger sus historias manteniéndolas en secreto. Así que no fue hasta décadas más tarde, cuando estaba recién jubilado y en busca de gente con quien conversar, que hizo un descubrimiento alarmante: nadie más parecía hablar chaná. Hacía mucho tiempo que los académicos consideraban extinta la lengua.
“Yo dije: ‘yo existo, estoy acá’”, dijo Jaime, ahora de 89 años, sentado en su cocina austera a las afueras de Paraná, una ciudad de tamaño medio en la provincia argentina de Entre Ríos.
Esas palabras dieron inicio a una jornada para Jaime, quien ha pasado casi dos décadas resucitando el chaná y, de varias formas, volviendo a situar al grupo indígena en el mapa. Para la Unesco, cuya misión incluye la preservación de las lenguas, Jaime es una bóveda de conocimientos fundamental.
Su minucioso trabajo con un lingüista resultó en un diccionario de unas 1.000 palabras en chaná. Para las personas de ascendencia indígena en Argentina, es un faro que ha inspirado a muchos a conectar con su historia. Y para Argentina es parte de un importante, aunque todavía tenso, ajuste de cuentas con su historia de colonización y negación de lo indígena.
“El idioma es lo que te da identidad”, dijo Jaime. “Si uno no tiene idioma, no es pueblo.”
Por el camino, Jamie ha rozado la fama. Ha protagonizado varios documentales, ha dado una charla TED, ha prestado su cara y voz a una marca de café y ha aparecido en un dibujo animado educativo sobre los chaná. El año pasado, una grabación suya hablando chaná resonó en el centro de Buenos Aires como parte de un proyecto artístico que pretendía honrar la historia indígena de Argentina.
Ahora, está en marcha un cambio de guardia: su hija Evangelina Jaime, quien aprendió chaná de su padre, lo está enseñando a otras personas. (No está claro cuántos chaná quedan en Argentina).
Evangelina Jaime, hija de Blas Jaime, aprendió chaná de su padre y lo enseña a otros.
“Son generaciones y generaciones de silencio”, dijo Evangelina Jaime, de 46 años. “Pero no nos callamos más”.
Los arqueólogos ubican la presencia del pueblo chaná a hace unos 2000 años en las actuales provincias argentinas de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, así como en partes de lo que hoy es Uruguay. El primer registro europeo de los chaná, realizado por exploradores españoles, data del siglo XVI.
Los chaná pescaban, llevaban una vida nómada y eran artesanos hábiles del barro. Con la colonización, fueron desplazados, su territorio se redujo y su número disminuyó al asimilarse a la recién establecida Argentina, que lanzó campañas militares para erradicar las comunidades indígenas y abrir tierras a la colonización.
Antes de que Blas Jaime revelara su conocimiento del chaná, el último registro conocido de la lengua se remontaba a 1815, cuando Dámaso Larrañaga, un sacerdote, se reunió con tres chaná ancianos en Uruguay y documentó en dos cuadernos lo que aprendió sobre la lengua. Solo se conserva uno de esos cuadernos, que contiene 70 palabras.
Los chaná, un pueblo nómada, se desplazaban en busca de estar cerca de vías fluviales como fuente de alimento y limpieza. La tierra y el agua se consideraban espacios sagrados.
El tesoro de información que Jaime obtuvo de su madre era mucho más generoso. Miguelina Yelón era una adá oyendén —una “mujer guardiana de la memoria”—, alguien que tradicionalmente preservaba el conocimiento de la comunidad.
Según Jaime, solo las mujeres eran guardianas de la memoria chaná.
“Era un matriarcado”, dijo Evangelina Jaime, la hija de Blas. “Las mujeres eran quienes guiaban al pueblo chaná. Pero algo pasó, no sabemos bien qué, que los hombres tomaron el poder nuevamente. Y las mujeres pactaron ceder ese poder a cambio de ser ellas las únicas guardianes de la historia”.
Miguelina Yelón no tenía hijas a las que transmitir sus conocimientos (sus tres hijas murieron siendo niñas). Así que recurrió a Jaime.
Así fue como Jaime pasó las tardes empapándose de las historias de los chaná, aprendiendo palabras que describían su mundo: atamá significa río, vanatí beáda es árbol; tijuinem significa dios; yogüin es fuego.
Su madre le advirtió que no compartiera lo que sabía con nadie. “Desde que nacimos, teníamos que ocultar nuestra cultura, porque en ese tiempo era discriminado el aborigen”.
Pasaron décadas. Jaime tuvo una vida variada: trabajó como repartidor, en una editorial, como vendedor ambulante de joyas, en un departamento de transportes del gobierno, como taxista y como predicador mormón. Cuando tenía 71 años y estaba jubilado, lo invitaron a un acto indígena y lo empujaron hacia la multitud para que contara su historia.
Desde entonces, Jaime no ha dejado de hablar.
Uno de los primeros en darlo a conocer fue Daniel Tirso Fiorotto, un periodista que trabajaba para el diario La Nación.
“Me di cuenta que había un tesoro ahí”, dijo Fiorotto, quien localizó a Jaime y publicó su primer reportaje en marzo de 2005. “Yo salí maravillado”.
Tras leer el artículo de Fiorotto, el lingüista Pedro Viegas Barros también se reunió con Jaime y encontró a un hombre que claramente tenía fragmentos de una lengua, aunque se hubiera erosionado con la falta de uso.
El lingüista Pedro Viegas Barros y Jaime publicaron un diccionario del chaná.
El encuentro marcó el inicio de una colaboración de años. Viegas Barros escribió varios artículos sobre el proceso de recuperación de la lengua y Jaime y él publicaron un diccionario que incluía leyendas y rituales chaná.
Según la Unesco, en 2016 al menos el 40 por ciento de las lenguas del mundo —más de 2.600— estaban en peligro de desaparecer porque las hablaban una cantidad relativamente reducida de personas; las últimas cifras confiables datan de ese año.
Refiriéndose a Jaime, Serena Heckler, especialista en programas de la oficina regional de la Unesco en Montevideo, dijo: “Somos muy conscientes de la importancia de lo que está haciendo”.
Aunque su labor de preservación del chaná no es el único caso de reaparición repentina de una lengua que se creía muerta, es excepcionalmente inusual, dijo Heckler
En Argentina, como en otros países de América, los pueblos indígenas sufrieron una represión sistémica que contribuyó a la erosión o desaparición de sus lenguas. En algunos casos, los niños eran golpeados en la escuela por hablar una lengua distinta al español, dijo Heckler.
Salvar una lengua tan singular como el chaná es difícil, añadió.
“La gente tiene que comprometerse a hacerla parte de su identidad”, dijo Heckler. “Son estructuras gramaticales completamente diferentes, y nuevas formas de pensar”.
Ese reto resuena con Evangelina Jaime, quien ha tenido que superar una arraigada creencia entre los chaná.
“Se fue pasando de generación a generación. No llores. No te demuestres. No te rías tan fuerte. Habla bajo. No comentes con nadie”, dijo.
Durante un tiempo, Evangelina Jaime vivió de esa manera.
Rehuyó su ascendencia en la adolescencia porque sufría acoso escolar y la reprendían los profesores que dudaban de ella cuando decía que era chaná.
Cuando su padre empezó a hablar en público, ella lo ayudó a organizar las clases de lengua que él daba en un museo local.
Evangelina Jaime y su padre, Blas, levantan las manos para realizar un saludo tradicional chaná.
En el proceso, ella misma empezó a aprender la lengua. Ahora enseña chaná por internet a estudiantes de todo el mundo, muchos de ellos académicos, aunque algunos dicen tener rastros de ascendencia indígena y un pequeño número cree ser descendiente de chaná.
Tiene previsto enseñar la lengua a su hijo adulto, para que él pueda continuar la labor de su familia.
De vuelta a la mesa de la cocina de Jaime, el anciano escribió su nombre en la lengua que intenta mantener viva. Un nombre que, según él, refleja la forma en que ha vivido. Agó Acoé Inó, que significa “perro sin dueño”. Su hija se inclinó para asegurarse de que lo escribía correctamente.
“Ella sabe más que yo ahora”, dijo riendo. “Ya no se va perder el chaná”.
Publicado originalmente en
The New York Times / Natalie Alcoba.
Fotografías interior de Blas y Evangelina Jaime: Sebastián López Brach
Fotografía de portada e interior: ERA Verde.
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