“Entré a la música de la mano de Linares Cardozo”, dijo Fernando Cabrera y nos sorprendió: “La primera canción que aprendí a tocar fue Canción de cuna costera”. Fue un momento mágico de una de las visitas artísticas más destacadas del año que termina.
Por A.S.
Fotos: M.R.
El espectáculo había concluido. También la comida. La charla se alargaba aunque quedaba algo más de una hora para tomar el colectivo que lo llevaría a su nuevo destino. Las miradas y las expresiones de quienes rodeaban a Cabrera a lo largo de esa mesa son difíciles de describir. Martín, Clara, la Ale, Valentín, el Ata, Janet no decían palabra. Daniela sonreía. El Gringo, que no suele hacerlo, también sonreía. El Pato, según Martín, necesitará que lo operen para quitarle la sonrisa que cruza su rostro desde este finde (y tal vez ni así).
Para quien Fernando Cabrera era algo así como una referencia de talento y sencillez, de genialidad y excéntrico desenfado, fue mágico todo: su presentación de casi una hora y media, pero también tenerlo cerca, escucharlo hablar, corroborar que en el gran artista reside una persona... Iba a decir “una persona común”, pero no. Casi nada común hay en Cabrera, salvo quizás, su aspecto de nene grande. Una persona sensata hasta el asombro en tiempos hiperbólicos, apasionada por la historia, agudísima en sus observaciones políticas y sociales. Capaz de argumentar con tanta fuerza como amabilidad, y con un singular sentido del humor. Una persona algo escéptica (“No, escéptico no es la palabra… quizás desilusionado”, dice en la charla la noche anterior. Pero en medio de la actuación recordaremos que ya lo había explicado en Imposibles: “Hay otros tan ilusos que se ilusionan / con un mundo en el que no haya desilusión”).
En su recital recorrió las canciones que sus seguidores quieren escuchar: cualquiera de Cabrera.
Le calzan las definiciones que da para otros: “Es de otro planeta, su cabeza funciona de otro modo”, dice sobre Leo Maslíah, a quien conoce desde gurisitos: fueron a la misma escuela. Daniela Cerbino, manager en esta gira, cuenta que sus dos primeros casetes de Cabrera (“aún los tengo”, dice orgullosa) se los regaló el mismísimo Leo, un par de décadas atrás, diciéndole: “Tenés que escuchar esto”. Fernando insiste en la genialidad de Leo. “Él hace en unos minutos lo que a mí me podría tomar días o semanas, y lo hace mejor”, ilustra. Y cierra, rotundo: “Leo Maslíah es lo más cerca de un genio que yo he estado en toda mi vida”.
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Fernando Cabrera llegó a Concepción del Uruguay para presentar su último disco 432 (léase: cuatro tres dos, y no cuatrocientostreintaydos). Vino de la mano de la Cooperativa El Miércoles y de El Rebaño Producciones, esta sociedad amorosa que desde hace un par de años ha venido desplegando una lista bien jugosa de presentaciones en su “Peña”: Alejandro Balbis, Ana Prada, El Alemán, el Trio Ventana de los hermanos Ibarburu, Maslíah, Daniel Drexler, Pablo Krantz y Fred Raspail, y mechando con cantautores de la región, como Diego Bertoni, Romi Blanc, Pato Pérez o Facu Torresán…
Las personas que fueron al auditorio Scelzi se fueron felices. El auditorio, hay que decirlo, distaba de estar lleno. No fueron muchas las personas que presenciaron tan magnífico recital de Cabrera, tan formidable. Cosas que ocurren en Concepción del Uruguay, pero que no acobardan ni les hace cambiar de idea a los organizadores. La próxima vez que venga Cabrera, sin duda, habrá el doble de personas. Como mínimo. Y felices.
El auditorio distaba de estar lleno, pero eso no acobarda a los organizadores.
El público se deleitó desde la primera canción. Arrancó con Al mismo tiempo, que se puede leer como destinada a la patria, a la madre o a la compañera: “Al mismo tiempo que me pone una cadena / ahuyenta miedos que trancan mi libertad / se quedaría por siempre conmigo adentro / pero sabe que no hay modo de echarse atrás”. Desde el segundo inicial, solito con su guitarra, en un escenario recontra austero, la silla, los equipos, las luces, sin otros recursos. A excepción de la cajita de fósforos con la que se acompaña en Viveza, esa canción-aguafuerte a la que describió como “incoherente, al igual que casi todas mis canciones recientes”. El toque de humor autocrítico es, tal vez, un guiño a sus seguidores: de incoherencia, nada.
Lo que se percibe en sus canciones es una poderosa capacidad de sintetizar lo que a otros quizás les insumiría cientos de miles de caracteres de word. Esa es una de las condiciones mágicas del creador. Ofrecer en un verso, a veces en dos palabras atadas con levedad, perspectivas de un desarrollo explicativo bien complejo. Como en Alarma, donde la inseguridad que lo preocupa no es esa de la que hablan los medios, sino el miedo a la pérdida del trabajo: “Ceguera la tecnología / resultado de su orgía”.
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“¿Por qué te gusta tanto eso?” me preguntó alguna vez un amigo que no entendía. Qué sé yo. Me gusta casi todo lo que ha hecho Cabrera, me gusta su forma de decir pero mucho más lo que dice, o cuando hace uso de su humor en sus canciones; pero también cuando se pone triste, como en La casa de al lado, El tiempo está después o Te abracé en la noche. No trato de explicarlo, desde hace tiempo me dejo seducir por el arte porque me gusta y eso es todo. Pero aunque no intente esclarecer, sí me atrae tratar de comprender (y no es lo mismo). Y a veces, procuro analizar lo que mi modesto entendimiento me permite detectar. Por caso, el recurrente interés de Cabrera en la vieja y desafiante cuestión del tiempo: que está después, que no hay antes ni luego ni tal vez, que es más largo cada vez o que va de remiendo en remiendo. O su abordaje, serenamente original e irónico, de la historia oriental (como en Décimas de prueba o Continuará). También me deslumbra la forma en que expresa sus opiniones políticas, con una brutal sutileza (¿puede ser brutal la sutileza?) que no busca complicidades, ajena a toda la habitual demagogia. Como en Una hermana muy hermosa o en Menores).
Casi nada común hay en Cabrera, salvo quizás, su aspecto de nene grande.
En algo más de 80 minutos, Cabrera recorrió cada una de las canciones de Cabrera que cualquier seguidor de Cabrera quiere escuchar en un recital de Cabrera: es decir, cualquiera de sus canciones. Y, por supuesto, algunas de las que están en el último disco, con rarezas: dos canciones “recuperadas” (la bellísima Medianoche, que Cabrera nunca había grabado porque se la dio a Laura Canoura para su primer disco, o Copando el corazón, de la que casi se había olvidado) y una ajena: De las contradicciones, de Larbanois-Carrero, de un estilo diferente pero no tan distante: lo criollo, lo campero son un tópico permanente en el trabajo de Cabrera, que ve allí una dualidad (lo urbano y lo rural) que le preocupa y que también aflora en muchos momentos de la charla.
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Pero aun tras deleitarse con cada canción, es imposible frenar la cabeza luego del recital y evitar pensar que faltaron unas horas más porque no estuvieron Para, o Disolvente, o Resurrección, o Copiando la lluvia o Salvataje –tan emparentada con otra joyita que está en 432: Cancionero, cuya letra utiliza casi exclusivamente los nombres y apellidos de sus autores más admirados: “Darnauchans y Lazaroff, / Dino, Drexler, Leo Maslíah, / Galemire, Olivera, / Rubén Rada,/ Jaime Roos, / Mauri Ubal, / Mariana Ingold / Pepe Guerra, / Carbajal, / Fattoruso, / Braulio López, / Rubén Lena, Víctor Lima, / Viglietti el fogón anima, / Zitarrosa y al final / Mateo cantando encima / de su música abismal”).
"Entré a la música con Linares, dijo y nos conquistó”, bromeó el Gringo, rockero al fin.
Zitarrosa y Mateo, otra vez, como en Salvataje, como referencias mayúsculas entre las demás. De Mateo hablará un largo rato y contará los recovecos profesionales, los emotivos y los cotidianos en la experiencia con él, la posición marginal que tenía en la escena musical uruguaya (tan parecida a la historia de Tanguito), y a la vez, la rigurosidad con la que abordó el trabajo conjunto. “Mateo le ofrecía a todo el mundo hacer algo en conjunto, pero la verdad es que todos lo evitaban”. La admiración de Cabrera hacia Zitarrosa es tan potente que lo llevó a organizar un impresionante homenaje un par de años atrás, cuando Alfredo hubiera cumplido 80 años, y en donde cantaron desde Aristimuño hasta Serrat, desde Liliana Herrero a Tania Libertad.
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Cabrera habla con un tono de voz bajo, igual que en el escenario. Tiene buen humor, como en el escenario. Y habla mucho más. Señala lo pasado de rosca que está el mundo, la catarata de agresividad y resentimiento que se descarga en las redes sociales; defiende al movimiento feminista frente a quienes cuestionan algunos emergentes extremistas de ese colectivo: argumenta que cuando ha habido tantos siglos de opresión sobre un grupo humano, es razonable que al comenzar a liberarse haya manifestaciones extremas; se preocupa por la marginalidad que existe pero sobre todo por la que viene; habla sobre la actualidad uruguaya y el peligro de que la sociedad no valore adecuadamente los logros de los gobiernos de izquierda en su país; cuenta anécdotas de su vida, con celebridades o con amistades del barrio; se interesa vivamente por la historia y realiza análisis agudos acerca de las problemáticas globales, como la cuestión ambiental. Sus argumentos lo muestran tan reflexivo como uno se lo imaginaba al desbrozar la densidad cobijada en los versos de sus canciones, muchas veces tan austeros en palabras como pródigos en los sentidos encerrados en ellas.
Zitarrosa y Mateo, como referencias mayúsculas entre las demás.
Después de narrar su experiencia con Eduardo Mateo, desacralizando la figura del enorme creador “al que ahora muchos reivindican, pero al que muy pocos le daban pelota por aquellos años”, aparece el recuerdo como un regalo inesperado: Fernando Cabrera cuenta que su entrada a la música fue “de la mano de Linares Cardozo. La primera canción que aprendí a tocar en la guitarra fue Canción de cuna costera”. ¡Nahhh! dijimos todos. Nos dejó sin palabras el desconocido lazo entre el enorme creador montevideano que esa noche había actuado por primera vez en Concepción del Uruguay con el gran creador entrerriano que eligió a Concepción del Uruguay como su lugar en el mundo.
¡Como Spinetta y Sampayo!, dijo el Ata. Y sí. Imposible evitar la analogía y no contarle la de Luis Alberto Spinetta con Aníbal Sampayo, anécdota tan maravillosa como insólita. "Me acuerdo muy bien de cuando saqué la primera canción con tonos de la revista Noralí. Era una balada, no sé si anónima, que se llama Kichororó: Pasa mi río / caminito de cristal / mi dulce río / canto azul que busca el mar… Me la acuerdo casi como si fuera un tema mío", dijo sobre Kichororó el autor de Alma de diamante y de algunas de las canciones más bellas de los argentinos. Pero ¿anónima? Como cualquier amante de la música de nuestra región lo sabe, Kichororó es del gran Aníbal Sampayo, ese incomparable creador sanducero de cuya obra el gran público apenas conoce pedacitos, todos maravillosos. Y ¿balada? Es un detalle, ya sé, pero según su autor es un sobrepaso, o un rasguido doble. Es notable que Spinetta no recordara al autor (¿quizás nunca lo supo?). Claro que cuando se publicó el libro de donde sale esta anécdota aun no había internet (se trata de Martropía, conversaciones con Spinetta, de Juan Carlos Diez).
Deslumbra la forma en que expresa sus opiniones políticas, con una brutal sutileza.
"Entré a la música con Linares, dijo y nos conquistó”, bromeó el Gringo, rockero al fin. Pero la revelación de Cabrera terminó siendo el mejor cierre del show que había comenzado unas horas atrás en el auditorio Scelzi ante unas pocas pero felices personas. O quizás veinticuatro horas antes, al bajar del Flecha en la Terminal uruguayense con su guitarra. Cuando subió al micro que lo llevaría a tocar a Paraná, nos fuimos de Cabrera convencidos de que la próxima vez habrá el doble de personas. Como mínimo. Y doblemente felices.
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