Pionero de la agroecología, Walter Pengue cuestionó desde el inicio –y desde el corazón de la ciencia– el modelo que comenzaba a aplicarse en la Argentina, con una pregunta inquietante hace dos décadas: hacia dónde vamos. Pasado el tiempo, y tras una incansable lucha en ese campo, explica en esta nota que la sociedad está despertando acerca de esta problemática, y con ella investigadores y científicos.
(*) Por AMÉRICO SCHVARTZMAN
Desde aquella publicación de 1996 (Cultivos transgénicos. Hacia dónde vamos) a la actualidad ¿qué avances y retrocesos ve sobre aquellas advertencias? ¿Adónde fuimos?
Tenemos una respuesta, por eso escribimos ahora Cultivos transgénicos, hacia dónde fuimos, que es un libro de acceso libre. Si uno revisa esas preguntas encuentra que la agricultura industrial generó los impactos que planteábamos y muchos más, enormes costos para los pequeños y medianos agricultores, para la agricultura familiar, hay agricultores en el norte que están abandonando sus campos porque no pueden generar los tratamientos, los manejos, las tecnologías adecuadas, ni que hablar con los problemas vinculados con la deforestación. Cuando al gobierno nacional y a sus técnicos se les preguntaba sobre el posible avance de la frontera agropecuaria, decían que como se incrementaría la productividad –cosa que sabíamos que era falsa– no iba a hacer falta aumentar la extensión de los territorios. Y se abrieron las fronteras agropecuarias de una manera brutal, y no solo por el elemento transgénico en sí sino por el paquete tecnológico. Esto es claro en la “pampeanización”, el proceso de agriculturización con incorporación de tecnología, conocimiento científico-financiero y tecnológico de La Pampa que pasa hacia el Chaco; pelar ese territorio, quitar la masa forestal que lo protege es como quitarse la piel y dejar la dermis directamente al sol, esa brutalidad se cometió y se permitió, con un alerta muy pequeño de muchos investigadores. En esa época pocos lo advertíamos y remábamos en dulce de leche, estábamos muy solos. Hoy se ha abierto una fisura en la sociedad, que empieza a demandar otras cosas, y en el sistema científico-tecnológico que ya no puede esconder los serios impactos ambientales, sociales, culturales, económicos que los modelos de agricultura industrial han generado. Y esto sucede en la Argentina, pero también se reconoce a escala mundial. Hemos publicado recientemente documentos vía Naciones Unidas sobre la importancia de medir lo que no se medía. No lo dicen ambientalistas alocados, lo dice un grupo de 160 científicos en uno de sus organismos más prestigiosos.
El riesgo de lo que no se medía, o lo que aún no se mide, implica el concepto de las llamadas externalidades…
Exacto. Estamos hablando de las externalidades, de los intangibles, de los invisibles. El viejo cuento indio de los ciegos y el elefante. Ahí planteábamos que la mirada del agrónomo, del ecólogo, del médico, del sociólogo, el economista, cada uno por su lado pretendiendo ver un elefante, cuando en rigor de la verdad veían solamente partes de esa monstruosidad. Eso es lo que está pasando: tenemos un problema brutal con la agricultura industrial y cada uno quiere ir a ver un pequeñito detalle. Entonces uno dice: “El problema es el glifosato”. Para otro, “no, el problema son los minerales que lo acompañan”. O “los coadyuvantes que lo acompañan”, o “el corte del agroquímico”… El problema es entonces estudiar lo que nadie está estudiando, trabajar sobre la complejidad, conocer y comprenderla, eso es tremendamente difícil, porque faltan las metodologías, los abordajes, los tiempos de dedicación y los recursos para que los científicos puedan mirar esto. Porque no se trata de un agroquímico, porque a las compañías eso les resulta fantástico: si el glifosato es el problema, lo reemplazarán por otro y cuando éste se convierta en problema, idearán otro. Lo que debemos hacer es ponernos a pensar en esa integralidad del cóctel de químicos: no son 400 millones de litros de glifosato, son todos los millones de litros de todos los productos químicos que estamos tirando sobre las cabezas de las personas y todas las componentes en la cadena alimentaria. Para que después eso llegue en un plato de comida a un niño o a cualquiera de nosotros. Ahí tenemos un problema tremendamente serio, que por un lado tiene a los agrotóxicos como conflicto y, por el otro lado, todos los ultraprocesados y lo que generan en la cadena alimentaria de las personas. Esto hay que estudiarlo integralmente. Hay que dedicarle mucho tiempo y que muchas cabezas distintas, que hoy día están pensando cada una en su problemita, se pongan todas a trabajar.
“La obligación ética hoy es hacer ciencia con conciencia, no dejar de hacer ciencia sino todo lo contrario, con una buena inyección de recursos. Del Estado, no de las empresas. Y un Estado que no corra detrás de las patentes”.
En relación con ese desafío de abordar el problema integralmente, eso que definía tan bien con la fábula india, y ante la aparente incapacidad sobre todo de los ámbitos de producción de conocimiento para construir una perspectiva integral, ¿quién debe ponerse en sus espaldas esa tarea?
Nosotros trabajamos sobre una disciplina que se llama “economía ecológica”, que dialoga mucho con muchas otras disciplinas también emergentes y con otras más convencionales, pero de por sí es un aporte interesante para ayudar a comprender los sistemas, porque lo aborda no solo desde la ecología sino de la economía de manera integral. Trabajamos en el sistema de forma holística, que no son monocriteriales, son multicriteriales.
No solo es multidisciplinario sino que además multicriterial, es decir que es un desafío complejo. Casi filosófico.
Sí. Se precisa coordinar muchos criterios para poder abordar y generar otra perspectiva, esto no se resuelve por izquierda o por derecha, se resuelve por arriba, con otra perspectiva totalmente diferente. Hablamos de “ciencia posnormal”. En una reunión con científicos en el sur del país me llamó mucho la atención que muchos colegas no conocieran ni siquiera el concepto de la ciencia posnormal y epistemología política, que aportaron Silvio Funtowicz y Jerome Ravetz.
¿Se refiere a la necesidad de la incorporación de la comunidad en la discusión científica?
Exactamente. Esa perspectiva nos interpela para tratar de conseguir un cambio de pensamiento, no de la sociedad sino de los científicos. Necesitamos mirar esto con otros ojos, trabajar con la teoría del cambio. Estamos viendo estas perspectivas con las mismas miradas que teníamos cuando nos formaron en la Universidad, pero tenemos que generar cosas nuevas porque si no, no lo vamos a resolver.
Y la cuestión agrícola es central para la subsistencia humana.
El tema agrícola se hace central porque la agricultura es gran utilizadora y degradadora en muchos casos de recursos naturales. Se está llevando entre el 80 y el 85 por ciento del agua del planeta, el principal cambio del uso del suelo deriva de los efectos de la agricultura. Eso deriva de cambios en la demanda muy importante, esa demanda presiona sobre los recursos: el cambio de hábito de la población, la occidentalización de las dietas generan otro impacto muy importante. Es una cuestión de variables muy complejas que cuando uno ve el sistema alimentario mundial piensa que es imposible de revertir, pero sí es muy posible porque estamos frente a una crisis y esto es muy bueno, porque una crisis genera oportunidades, la gente está dándose cuenta de que éste no es el camino, y ahí se abre la oportunidad.
Usted hace un paralelismo entre el tiempo que llevó empezar a combatir el tabaco, las advertencias científicas y el contraataque de las tabacaleras –pagando informes científicos adulterados–. O con Rachel Carson y el DDT, o el plomo en los combustibles, todas llevaron décadas de discusión y gran cantidad de víctimas. ¿Cree que en torno de los agrotóxicos los plazos sean más acotados?
El tema de los agrotóxicos dentro del modelo de “revolución verde” generó reacciones relativamente rápidas. Primero arrancaron con los clorados que rápidamente empezaron a identificarse algunos problemas, algunos científicos lo alertaban, dio origen a la “primavera silenciosa” de la que habló Rachel Carson y al nacimiento de movimiento ambiental mundial. Una reacción que de alguna manera la generaron los impactos de los agrotóxicos en la salud humana y en el ambiente. Se desplazan los clorados y aparecen los fosforados; generan problemas similares, se desplazan y aparecen los carbamatos, otra vez problemas y ahora aparecen los piretroides, y luego los transgénicos para reemplazar esto y decir que no usamos más agroquímicos. Una falacia, no usamos más agroquímicos sintéticos y lo tenemos dentro de la planta, con lo que empiezan a emerger otros tipos de conflictividades. No se puede esperar a que el impacto aparezca, sino prever como investigadores que algo no será dañino, de manera científica. Y no jurar y perjurar, cuando uno es científico, sino mostrarlo claramente. El hecho de que no haya evidencia hoy, no quiere decir que no aparezca mañana porque son efectos acumulativos que no se están revisando adecuadamente.
O confiar ciegamente en que, si aparecen problemas, los resolveremos…
Es que no podemos escapar a la inquietud de conocer, de saber, de ver y de pensar que con muchas de las tecnologías se pueden resolver problemas. Esto es un derecho, es adecuado, pero con el mismo derecho la sociedad tiene que tener ciertas garantías importantes de que eso no las impactará en el futuro. Pero los investigadores hoy lamentablemente se dejan correr por la coyuntura y por la presión económica. Tengo colegas biotecnólogos y no quisiera estar en su piel porque viven de otra manera, y esas presiones por la patente, por la colocación de eso, por defender sus laboratorios, los hace olvidar, quizás, hasta de por lo que juraron cuando se recibieron.
“No son solo los 400 millones de litros de glifosato, sino los millones de litros de todos los productos químicos que estamos tirando sobre las personas y en toda la cadena alimentaria”.
¿Falta ciencia digna?
La obligación ética hoy es hacer ciencia con conciencia y muy seria, no dejar de hacer ciencia sino todo lo contrario, con una buena inyección de recursos del Estado, no de las empresas. Y no de un Estado que corra detrás de las patentes, primera cuestión. La otra es que estas cuestiones complejas de la ciencia que traccionan recursos, no tienen que ser la prioridad tampoco, la prioridad debe ser resolver los problemas de la forma más económica y más eficiente posible. El caso de la agricultura es crucial: si yo tengo por un lado un agrotóxico y termina resolviendo un problema pero eso cuesta millones de dólares y por el otro lado conozco el ciclo de vida de una plaga, y simplemente cambiando la fecha de siembra y utilizando tecnología de procesos escapo al ataque duro de la plaga por un par de semanas, entonces yo uso tecnología de proceso y no agrotóxicos. Y eso es lo más económico y eficiente. Esto es lo que la agroecología enseña tan claramente.
Y se comprueba en la práctica.
Por supuesto. Ayer estábamos mostrando cosas tan sencillas en el campo, con los productores, el manejo del suelo, la riqueza, algo tan elemental para nosotros. Es imposible e increíble que estemos discutiendo esto cuando debería ser el día a día de los agricultores. Y ayer por la noche me encontré con un viejo productor, con toda su sapiencia (que era agroecológica) y me quedé feliz porque estábamos hablando con él y no era que volvemos al pasado. ¡No! Eso es el conocimiento, es sabiduría que al transmitirla puede cambiar la cabeza de muchos ingenieros agrónomos hoy. La agronomía, la agricultura es una cosa apasionante para hacer, pero se viene abriendo desde hace tiempo la posibilidad de demostrar que manejamos recursos naturales, y que eso nos obliga a una responsabilidad, que no pasa solamente por la productividad, sino por el manejo de ese recurso hoy, mañana y en el futuro de mediano plazo.
Ese concepto de recuperar la ciencia con conciencia, la investigación en función de valores, sin ruptura entre el conocimiento científico y el comunitario, ¿cuánto de esto siente que ha avanzado esa prédica que viene desarrollando? ¿Ha crecido por ejemplo en el mundo académico, en la formación de los ingenieros agrónomos pero también de los economistas y demás ciencias sociales, en especial las profesiones que tienen que ver con la producción de conocimiento?
Creo que la sociedad está interpelando a la investigación y a la academia, y éstas en vez de sumarse a ese barco están reaccionando más reactivamente que otra cuestión. Pero hoy no se puede ocultar que se abrió esa fisura en el sistema y nosotros estamos entrando por esa fisura, la cual puede abrirse un poco más y permitir que más líneas de investigación –esto de la economía ecológica, la etnoecología, agroecología, la ecología política– que interpelan, que presionan por nuevas metodologías y nuevos abordajes que a veces a los investigadores les cuesta asumir. Por ejemplo, cuando me piden que adapte un curso de economía ecológica para el doctorado, “entonces vemos qué cambia de este curso”, yo les digo: no cambiamos nada porque ustedes nunca tuvieron economía ecológica. ¡Si toda esta gente nunca recibió esta información! Lo mismo en economía ecológica, en ecología política, eso está pasando hoy en día: no damos abasto en el mundo académico.
“Por suerte se va tomando conciencia y se están abriendo estos espacios, en economía ecológica, en agroecología: hoy prácticamente no damos abasto para responder la demanda de quienes buscan un poco más de conocimiento”.
Eso es más que auspicioso. Porque además surge desde abajo por lo general, no desde las jerarquías académicas.
Estamos respondiendo a una demanda social importante, es decir la sociedad nunca está quieta del todo, están los movimientos sociales, que son como unas campanas que intentan despertar a una sociedad algo adormilada, pero que reacciona porque hoy día ya no es el problema de las malezas que nos preocupaba a nosotros como agrónomos, hoy en día el tema es la salud humana. Casi 15 años atrás, amigos europeos como Gilles-Éric Séralini recién empezaban con sus trabajos sobre el glifosato, el Roundup, y yo le comentaba de los temas agronómicos. Y él me dijo algo que siempre me quedó picando: “Ustedes están haciendo un experimento a gran escala”. En ese momento mi preocupación era el cambio de uso del patrón del herbicida, es decir ¿qué va a pasar cuando aparezca la resistencia? Entonces me quedé duro, porque si estas cosas en temas de salud se confirman, lo que pasó años después, estamos en un problema serio. Parte de la sociedad lo detectó inmediatamente, los movimientos de “Pueblos Fumigados” son un ejemplo crucial, el movimiento de “Paren de fumigar” es un antecedente súper valioso y esos movimientos alertaron a algunos científicos que querían escuchar, mientras otros recomendaban beber un vaso de glifosato. Sería interesante de ver al científico que recomendó eso tomándose todos los días un vaso de glifosato. Quizás se convierta en Superman, no lo sabemos, pero sería una prueba científica para hacer, y en ese contexto la sociedad alertaba sobre muchas cosas que la academia no quería ver. Hoy en día hay una puja muy fuerte porque la academia está atravesada por enormes presiones y poderes: los mismos grupos corporativos que tenemos hoy cada vez más concentrados, siete se convierten en cuatro, esos cuatro acumulan un poder enorme, llega una enorme presión que no es europea ni norteamericana, sino que proviene de China, con nuevas lógicas, miradas, sobre el uso de los recursos naturales, otras estrategias sociales que también hay que tratar de comprender. Esto no es una cuestión saldada, es una situación de alta tensión social, ambiental, de fuerte conflictividad y lucha donde no sabemos quién va a ganar, como dice Joan Martínez Alier.
No todas las batallas se pueden ganar.
No. Hay batallas ambientales que se ganan y otras que se pierden, y de esos ejemplos está atravesado todo el mundo, y especialmente el mundo en desarrollo, porque nosotros somos el patio trasero y es real: productores de algunos bienes y recursos naturales y alimentos por caso o biomasas que es para satisfacer las demandas de la otra parte del mundo que sí tiene conciencia e información y empieza a preguntarse sobre estas cuestiones, y veces las preguntas nos llegan desde el otro lado y esas presiones también son útiles.
Hay una ética de la responsabilidad del investigador y es interesante que usted lo plantee cuando se cumplen 100 años de la Reforma de 1918. ¿Recuperar esa herencia requiere menos homenajes de efemérides y más formación abierta a los problemas reales y profundos de la comunidad?
Desde luego. Especialmente los investigadores de la Argentina o quienes hemos tenido el privilegio de formarnos en la educación pública, con la calidad de la Universidad pública, con lo que hacen hoy día los investigadores, que juntan cada puchito para que funcionen los laboratorios, reinvirtiendo parte de los fondos para que los muchachos se sigan formando. Y eso no se sabe, pero están luchando para mantener los recursos y la estabilidad de su sistema. Hay que plantarse, porque los científicos no somos personas especiales por serlo. Tenemos enormes responsabilidades que no tienen los obreros que están arriba del tren viajando a las 5 de la mañana para trabajar, ese hombre que no tiene tiempo pero tiene la esperanza de que su hijo algún día pueda estudiar y se sacrifica como lo hizo mi padre para que yo pudiera hacerlo. Esa ética de la responsabilidad individual yo se la debo a mi padre, a mi familia y al país.
¿Qué papel pueden jugar las políticas públicas en los ámbitos locales, en el caso más cercano a los ciudadanos que es el Estado municipal?
El caso de las ciudades intermedias, de los pueblos y ciudades en Argentina es un caso que en el GEPAMA (Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente) y en el área de Ecología donde estoy en la ONU, venimos trabajando porque vemos una enorme oportunidad en la interfase urbano-rural. Esa parte está recibiendo la carga de agroquímicos, por un lado, y que tiene restricciones de producciones de algún tipo, o de uso de alguna sustancia por parte de su Municipio. Los productores hoy día están protestando porque no les dejan hacer lo que estaban haciendo, pero hay que aprender a ver eso como una especie de enorme oportunidad: que podemos producir mejor, podemos mejorar las condiciones del entorno de nuestros pueblos y ciudades, acercar comida a la gente, mejorar las condiciones laborales porque vamos a dar más trabajo para la población, mejorar las condiciones en que se producen esos alimentos y llevar alimentos saludables para nuestros comedores, hogares de ancianos, las ferias barriales que tenemos; enseñar a los productores a producir de otra manera y en definitiva hasta del punto de vista egoísta de la política o de los políticos que mirando su propio ombligo esto será mucho más beneficioso que lo otro, porque van a tener una población que los va a votar, que los apoyará. Porque cuando esto se haga carne en la sociedad no se podrá sacar nunca más. No habrá político que no se comprometa seriamente en empujar este tipo de cosas. Yo felicito estas iniciativas que están en la cabeza de muchos municipios. En el trabajo que venimos haciendo mostramos los datos hasta el año pasado de los distintos municipios, lo que estaba pasando en esas conurbaciones y cómo era una oportunidad de oro para el Municipio poder meterse en promover la autoproducción de alimentos, en una escala mayor incluso, sin la carga de agrotóxicos. Esa acción genera un montón de beneficios económicos, sociales y hasta políticos, y de ahí a empezar a convencer al otro que está usando más químicos. Porque, como se puede ver también a nivel extensivo, con solamente bajar la carga de consumo de agroquímicos empiezan las mejoras económicas para el productor. Si logramos quitarlos del sistema, independizamos al productor, mejoramos las condiciones del ciudadano y también del país. Porque hoy compramos todos químicos del exterior pagándoles en dólares, a lo loco, cuando en realidad es una drogadependencia a nivel de campo. Una adicción que se puede superar. Claro que enfrente hay grupos multinacionales y estas estructuras de poder no se van a quedar quietas. Pero esta es una discusión que para ellos es de mercado y para nosotros es de vida.
Con respecto al planteo de la participación de la sociedad en las discusiones respecto de la ciencia, ¿qué pasos se deberían dar para avanzar en esa idea? Porque la intervención comunitaria en ese tipo de discusiones genera resistencia, en especial entre quienes consideran que, para deliberar e intercambiar, la discusión tiene que ser entre pares.
La participación social es crucial. Hay una parte de la ciencia que no quiere porque considera que no entienden. Pero yo creo que cualquier ley o teoría científica que no se puede explicar al común de la gente, algo está fallando. Hay que procurar simplificar, que no significa reducción, sino transmitir la importancia de una decisión a nivel de conocimiento y lo que implica ese nivel de decisiones. Cuando hablamos de la discusión que proponen Funtowicz y Ravetz, su “epistemología política”, qué es hacer ciencia con la gente, la mirada de la ciencia posnormal, no se trata de no hacer ciencia sino de hacer ciencia con la gente. De lo que estamos hablando es del derecho de los ciudadanos a saber, a conocer las implicancias de las decisiones que la aplicación de las investigaciones científicas van a tener sobre ellos, especialmente cuando esos impactos pueden llegar ser muy altos sobre sus propias vidas. No estamos hablando de un cambio menor, de una variable de temperatura dentro de un laboratorio, de un nutriente, de un indicador “equis”. Estamos hablando de situaciones que pasan por lo que conocemos como “juicio experto” a situaciones mucho más complejas que implican niveles de decisiones y riesgos altos. Y si se quiere podemos hablar de incertidumbre, y cuando hablamos de incertidumbre estamos hablando de un estado de supina ignorancia, de un estado en el que no tenemos información.
“La sociedad está algo adormilada, pero empieza a reaccionar porque hoy ya no es el problema de las malezas que preocupaba solo a los agrónomos, hoy el tema es la salud humana”.
Y eso vale igualmente para el científico como para el ciudadano común.
Tal cual. Hablamos de situaciones donde los científicos hablan como si supieran de todo y hay que cuidarse mucho de qué está tocando, porque la complejidad del ambiente es muy maleable. Entonces hay que dejarse al menos el derecho a las preguntas, más que a las respuestas. Y a las respuestas las puede dar la propia sociedad. Le pongo un ejemplo, años atrás, cerca del 2000, estábamos hablando de los transgénicos en Inglaterra y nos invitaron a recorrer diferentes ciudades. Su preocupación era discutir los temas de la biotecnología agrícola. Citaban a veinte expertos que venían de distintos ámbitos, que pasaban desde grupos ambientalistas hasta grupos sociales, científicos de grandes compañías, investigadores de universidades de diferentes partes del mundo, a hablarles diez minutos a un grupo elegido al azar de cada una de las poblaciones. En ese grupo caían desde jubilados hasta docentes o adolescentes. Luego esos grupos generaban un conjunto de recomendaciones, no vinculantes, opiniones hacia el gobierno, primero local y luego nacional. Las conclusiones fueron interesantes porque ellos no recomendaban abandonar la investigación en biotecnología, ellos recomendaban al Gobierno: “no necesitamos que ustedes abandonen esto, necesitamos que ustedes nos garanticen que no va a impactar sobre nosotros”. Y la otra pregunta era “que nos digan para qué lo necesitamos ahora cuando en rigor de verdad nuestra gente está comiendo de esta manera”. Eso fue un clic interesante porque ahí la participación social no distorsionó la investigación sino que les dijo ¿están pensando para qué nos sirve esto, lo están revisando o están mirándose el ombligo, viendo solo sus propios intereses? Y esa pregunta tan elemental como “¿para qué me sirve esto?” a veces los científicos no lo pueden explicar. Hay una cuestión clave ahí, la participación en los temas cruciales, la democratización de la ciencias, el diálogo de saberes. Las personas transmiten desde su sapiencia y nosotros como agrónomos a veces estamos muy apurados, nos parece intranscendente lo que tienen para decir. Y, en mi opinión, ahí está la clave, donde aprendemos entre todos. Escuchar más y quizás hablar menos. En las universidades, en los lugares donde estamos investigando, la participación de un Consejo Social que discuta estos temas se hace también trascendente. Ponerlos en el INTA, en el INTI, en el CONICET, ayudaría a los científicos a pensar de una manera más amplia. Después tiene mucho que ver las publicaciones, siempre lo digo, no solamente pensemos en el paper, pensemos también en el documento de extensión, en el documento de prensa, en transmitir. Muchas veces me dicen “es que no sé cómo hacer, no tengo tiempo, no me sé comunicar con la gente”. Bueno, aprendamos, hay que saber hablar con la gente, nosotros nos dedicamos a eso, no estamos trabajando en Marte ni para marcianos. Entonces la obligación de la ciencia -sino ¿para qué es?- no es para discutir entre dos o tres personas solamente. Hay que socializar, la democratización de la ciencia la estamos debiendo todavía, por supuesto que son lógicas de poder muy grandes, la Iglesia por un lado, el Ejército por el otro, los políticos por un lado y la ciencia por el otro. Son las catedrales, y esas catedrales de alguna manera hay que abrirlas si queremos hacer algún cambio. Esto es muy difícil, los jóvenes lo demandan, luego a veces los disciplinan y ese disciplinamiento científico los obliga a publicar el paper y solo el paper. Pero está pasando y es importante.
Si bien le tocó predicar casi en soledad durante años, veo que usted es moderadamente optimista.
Es que creo que hay un camino para decir que algo ha cambiado, que estamos un poco mejor, que los jóvenes presionan. En una charla en una facultad alguien me dijo “¿Y esto por qué no me lo dan en mi carrera?” ¡Preguntale a tu decano! Hay que interpelarlos, a cada una de las fuerzas que están en esas facultades y abrir la cabeza al conocimiento científico. Esa información es una obligación y compromiso de los investigadores, que un investigador o nosotros sepamos o tengamos conocimiento gracias a un país en el que tenemos educación libre y gratuita y no la pongamos al servicio del pueblo es un doble problema. Es decir, una cosa son los problemas sociales, políticos, del momento que llevan a alguien a decirse: “Bueno, si no hay recursos para investigar me voy”. No, hay que quedarse, luchar acá, mi país me dio mucho, en todo caso le tengo que devolver a mi país todo lo que mi país me dio mes por mes para que yo estudiara. Y son años, me voy a ir una vez que pague eso primero, no le voy a exigir a mi país la formación de grado, postgrado, y maestría, doctorado y luego decir “lo valioso que soy”, soy valioso porque el país invirtió en eso. Y si hay coyunturas políticas problemáticas habrá que enfrentarlas, pero no es abandonando el barco que se resuelven los problemas.
QUIÉN ES
Ingeniero agrónomo e integrante del Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente (GEPAMA) de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (FADU) de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y del Área de Ecología del Instituto del Conurbano, Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). Miembro científico del Resource Panel del PNUMA. Académico de número en la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente y miembro fundador de la Sociedad Científica Latinoamericana de Agroecología, SOCLA. Autor de varios libros sobre cuestiones ambientales, entre otros “Fundamentos de Economía Ecológica” (Editorial Kaicron).
(*) La nota fue publicada para La Vanguardia Digital el 23 de noviembre de 2018
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