Un repaso por un libro de propaganda de la dictadura, editado para divulgar la versión apologética del “Proceso de Reorganización Nacional”, como se autodenominó. Entre las atroces curiosidades que incluye, se atribuía al “Proceso” habernos salvado de “un genocidio”.
Por AMÉRICO SCHVARTZMAN
En 1979 yo tenía diez años. El libro estaba en casa. De pequeño lo hojeé a escondidas en pocas ocasiones, cuando mis padres no lo advertían. Solo mucho después lo pude leer con detenimiento. Aún lo conservo: se trata de un libro fascinante por donde se lo mire. Un libro ominoso, en el más certero significado de la palabra: algo que es abominable y merece ser condenado y aborrecido. Pero también un libro que –uno imagina– puede ser capaz de producir orgasmos múltiples en gente como Eduardo Feinmann, Baby Etchecopar o Cecilia Pando. Es que se trata de su versión de la historia, la versión oficial de la dictadura, publicada (presumiblemente) en 1979, a través de una fantasmal “Asociación Patriótica Argentina (APA)”. Un panfleto tan atroz como anónimo y sorprendente.
Con 176 páginas más sus portadas con solapas, en formato grande (30 x 22 cm), sin fecha de edición ni datos de impresión, sin pie de imprenta, en tres idiomas (castellano, francés e inglés), la publicación explicita en su prólogo que "indignados, cansados de comprobar cómo cierta prensa extranjera deforma permanentemente la realidad de nuestro país, un importante grupo de ciudadanos nucleados en la Asociación Patriótica Argentina presenta a la opinión pública mundial este documento". Indignación santa, puede apreciarse, porque en la contratapa trae una cita de uno de los más oscuros predecesores de Bergoglio: el Papa Pío XI.
“Confiamos que el eco de nuestra voz llegue allí donde se encuentran mentes libres de prejuicios y corazones sinceramente deseosos del bien de la humanidad; tanto más cuanto que nuestra palabra, en estos momentos, desgraciadamente sube de valor a la vista de los amargos frutos de las ideas subversivas, que Nos hemos previsto y anunciado, y que van multiplicándose terroríficamente, de hecho en los países dominados por el comunismo, y en amenazante perspectiva en todos los demás países del mundo”. Pío XI, “Divini Redemptoris” I,6. 19 de marzo de 1937.
La “APA” no tiene otro antecedente ni he podido encontrar referencias a esa entidad en ninguna fuente consultada. El libro está estructurado en tres secciones: “La violencia y el terrorismo en el mundo”, “El terrorismo en América” y “El terrorismo en la Argentina”. En el prólogo se explica que no aspiran a asumir “la defensa del gobierno de nuestras Fuerzas Armadas”, pero “sí nos corresponde como argentinos demócratas que se adhieren sin reservas al derecho a la inviolabilidad en la vida de nuestros pueblos, contribuir en defensa de la verdad y hacer conocer lo que realmente ocurrió en nuestro país”.
Entre las atroces curiosidades que desfilan en las páginas de La Argentina y sus derechos humanos, una de las más impactantes es que se atribuye al “Proceso” la noble labor de habernos salvado de “un genocidio”. La referencia no es ociosa: por aquellos años, muchos de los exiliados en Europa habían comenzado a utilizar la palabra “genocidio” para describir lo que pasaba en la Argentina. Y en noviembre de 1978, Julio Cortázar se refirió en una entrevista al “genocidio cultural” que se sufría debido a la dictadura cívico-militar, lo que provocó el repudio de numerosos intelectuales de derecha, y algunas polémicas también con sectores del progresismo.
Un libro que –uno imagina– puede ser capaz de producir orgasmos múltiples en gente como Eduardo Feinmann, Baby Etchecopar o Cecilia Pando.
La operación de invertir la acusación (“los genocidas son ustedes”) se expresa en la publicación, que incluye fotografías de policías y militares despanzurrados por las “bombas terroristas”; un dossier –con fondo en pleno rojo marxista y sangriento– de los “principales responsables (aún prófugos) del genocidio argentino” entre los cuales se puede encontrar a Miguel Bonasso, Eduardo Luis Duhalde, Juan Gelman o Rodolfo Puiggrós junto a Firmenich, Perdía, Vaca Narvaja o Galimberti. Y entre ellos, la curiosidad de haber incluido al propio Cortázar, sin foto (quizás una orden de último momento, que no alcanzó a modificar la diagramación) pero sí con un perfil donde le atribuyen ser “miembro encubierto del ERP” y “agente del Servicio de Inteligencia Cubano lanzado por el castrismo a Europa”.
SIN LÍMITES
Las iniquidades y mentiras que integran la obra no tienen límites. Por ejemplo, en el listado de “Víctimas de la delincuencia terrorista” incluyen a numerosas personas que, en verdad, fueron víctimas de la propia dictadura: tal el caso de Héctor Hidalgo Solá, un dirigente radical que era embajador del “Proceso” y cuya captura y asesinato fue una operación del Grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA –el de Astiz y el Tigre Acosta–, o a Helena Holmberg, la diplomática que “sabía demasiado” y fue eliminada por orden de Massera.
Otro punto destacado es la increíble lista de organizaciones terroristas de América y del Mundo, donde incluyen –entre otras– a Amnesty Internacional, a la CIOSL (la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres), a la Internacional Sociological Association (ISA, que integra la Unesco), al Consejo Mundial de la Paz (WPC, del que formaban parte Neruda, Sartre y Picasso entre otros), al Consejo Mundial de Iglesias (con sede en Suiza, que nuclea a 300 iglesias cristianas de todo el mundo); y hasta al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Un muestrario del delirio y la perfidia de los autores, pero también de su estupidez. Entre los “terroristas” de la Argentina, por ejemplo, aparecen la dirigente socialista Alicia Moreau de Justo, el referente gremial Raymundo Ongaro y el periodista Rogelio García Lupo, entre otros.
La Junta no solo tuvo el apoyo explícito de instituciones como la Iglesia Católica Argentina, la Sociedad Rural, la Unión Industrial Argentina, los principales medios de comunicación, entre otras, sino que además contó con la abierta participación de centenares de dirigentes políticos.
También hay algo de humor, involuntario, por ejemplo el increíble dossier de “terroristas japoneses diseminados por el mundo”, dossier en el que, al pie de cada una de sus fotos, se consignan las fechas de nacimiento y la altura de cada uno. O como cuando describen al grupo trotskista de J. Posadas como “una de las fracciones de la IV Internacional, verdadero núcleo provocador al servicio del comunismo soviético”: el trotskismo al servicio soviético. Ni los guionistas de la serie de Netflix tienen tal extravío.
El libro presenta también una enorme cantidad de fotografías de los rostros (en muchos casos destrozados) de víctimas fatales de atentados terroristas en la Argentina y en el mundo. Llama la atención, a la distancia, que no hayan impreso también esas páginas en rojo furioso.
Tampoco sorprende que la publicación cierre con un epílogo en el que aparecen casi con las mismas palabras los argumentos que vuelven a escucharse en la actualidad: “Así es como surgen las incongruentes movilizaciones en favor de los Derechos Humanos (únicamente de los terroristas y no de las personas que ellos asesinan)”. Y el agradecimiento final, que no tiene desperdicio:
“La APA agradece a los familiares de las miles de víctimas del terrorismo, al periodismo nacional y al personal militar y policial la valiosa colaboración prestada, sin cuyos testimonios no hubiera sido posible estar este libro a la consideración de la opinión pública de todo el mundo”.
CIVILES Y DICTADURA
Uno de los consensos centrales de la vida democrática argentina es el repudio al terrorismo de Estado, y en general la categorización del periodo 1976-1983 como “dictadura militar”.
No obstante no suelen recordarse dos elementos en los que me parece importante hacer hincapié: primero, que en la Argentina el terrorismo de Estado comenzó antes de 1976, como lo prueban casi un millar de víctimas de la Triple A, organizada desde los más altos niveles de decisión del tercer gobierno del General Perón. Claro que a partir del 24 de marzo de 1976, el terrorismo de Estado pasó a ser la principal política pública de la Junta integrada por representantes de las tres Fuerzas Armadas. Pero la Junta no estaba sola. Si bien la cara pública eran los militares de las tres fuerzas (“las tres A son hoy las tres Armas”, escribe Rodolfo Walsh en su célebre “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”) la dictadura fue en verdad cívico militar.
Y ese es el segundo elemento. La Junta no solo tuvo el apoyo explícito de instituciones como la Iglesia Católica Argentina, la Sociedad Rural, la Unión Industrial Argentina, los principales medios de comunicación, entre otras, sino que además contó con la abierta participación de centenares de dirigentes políticos.
Un informe de la SIDE citado por el diario La Nación en el tercer aniversario del golpe, en 1979, revelaba que sobre 1.697 intendentes de la dictadura en todo el país solo 170 (el 10 por ciento) eran militares. Otros 649 eran civiles sin militancia política. Los 878 restantes, es decir más de la mitad, provenían de los partidos tradicionales, e incluso detallaba su origen: “Unión Cívica Radical, 310; Partido Justicialista y otros afines 192; Partido Demócrata Progresista, 109; Movimiento de Integración y Desarrollo, 94 ; Fuerza Federalista Popular, 78 ; Partido Demócrata Cristiano, 16; Partido Intransigente, 4”. Uno de los dirigentes históricos del viejo socialismo –de su facción más volcada a la derecha– Américo Ghioldi, era embajador en Portugal. Y todavía en noviembre de 1980, la revista del Partido Comunista, Comentarios, celebraba en su portada la designación de Roberto Viola como presidente, con una foto del nuevo gobernante en uniforme. Aunque el libro ominoso que aquí comento no tenga autores conocidos, seguramente aún es posible reconstituir que entre los cerebros y manos que lo prepararon, entre esos “demócratas”, no faltaron civiles. Que, quizás en un prurito de conciencia del lugar que la historia le daría a su “obra”, no se atrevieron a incluir su autoría. Como dije al comienzo, no hay datos de editores, no hay una sola nota firmada, no hay editorial ni imprenta responsable. Se trata de un típico panfleto de propaganda, tan vergonzante que no encontraron una sola de esas “patrióticas” y “democráticas” personas dispuesta a poner su firma al pie de semejante publicación.
La dictadura cívico militar de la Argentina robó bebés y los distribuyó como botín, expulsó a miles de intelectuales y científicos, diezmó a una generación entera en una cifra simbólicamente consensuada en treinta mil, impartió ejecuciones y torturas aberrantes, aviones de la muerte, latrocinios, en un festival de crueldad y miseria humana que ha sido difícil reconstruir e imaginar por parte de quienes no tuvieron relación directa con él: delación, censura, persecución, autocensura, fragmentación social, ruptura de vínculos familiares por secuestros, asesinatos o exilios. Pero –y de nuevo recurriendo a Walsh– todos esos hechos, “que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos”: en la política económica de ese gobierno, dejó escrito Walsh, reside “no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”.
Suele citarse la sugerencia del hispano-estadounidense Santayana acerca de que quienes no conocen su historia están condenados a repetirla. Volver a traer estos datos cada 24 de marzo es tan necesario como doloroso.
Ilustraciones: Archivo del autor.
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