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VEINTE AÑOS DE EL MIÉRCOLES

Al atardecer (2005)

Este cuento corto fue publicado en el número 151 de El Miércoles. En esta nota el autor tomaba elementos históricos verdaderos para imaginar diálogos protagonizados por nuestro caudillo José Gervasio Artigas, el Protector de los Pueblos Libres para mostrar la magnitud de la traición de Pancho Ramírez. Este texto del historiador Jorge Villanova fue publicado dentro de la sección que llamábamos “Lecturas de Verano”.

En aquel 12 de enero de 2005, el semanario ‘vendía’ en tapa irregularidades en la Fiesta de la Playa como artículo principal. También la pelea por la propiedad del diario La Calle, entre otras. Sin embargo, también publicaba el relato que había escrito el Gringo Villanova -colaborador de siempre del medio- para las dos páginas centrales que, habitualmente, se destinaban para ofrecer a los lectores leer notas en temporada estival. Así, se utilizaban hechos de nuestra historia para conjeturar intercambios verbales con los que mostrar la desolación que acaso produjo en Artigas la perfidia del Supremo Entrerriano.

Así, compartiendo con nuestros lectores algunas de las más relevantes notas publicadas durante dos décadas, celebramos los 20 años de Miércoles, que se cumplen en este 2020.

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Al atardecer (2005)

 

Por JORGE VILLANOVA

 

Empieza el año 20. Artigas ya se acerca a los 60 años, acaba de ser derrotado en Tacuarembó por los brasileros y espera la ayuda de quien hasta hace poco fue su protegido... Pero aún ignora que el centralismo porteño –que no soporta la presencia de ese caudillo nacional que expresa todo lo contrario del modelo portuario– ya ha logrado seducir al Supremo Entrerriano. Don José está a punto de cruzar el río, y recibe el documento de la definitiva traición, el ahora famoso Tratado del Pilar.

 

Al viejo caudillo se le desencajó la mandíbula. Un gusto a bilis le recorrió la garganta de sur a norte. Sus ojos buscaban y buscaban de arriba hacia abajo lo que no podían encontrar. De adelante y de atrás recorrían el papel que sus manos le mostraban y como un reflejo de furia iban estrujándolo de a poco. No creyendo, no queriendo creer, pidió ayuda:

– Ansina, un mate –ordenó con voz de disgusto-. Llamá a Monterroso.

– Monterroso –repitió el negro– Vení pa’acá, que el José te llama.

El cura se apresuró en llegar, fiel como siempre. Incluso lo sería hasta después de ser capturado por Ramírez. Comentaban más tarde que se sometió por fuera para salvar su vida, pero que por dentro siguió devoto del oriental. Y no faltaron quienes lo acusaran –tal vez con razón– de mal incentivar la ambición del entrerriano, sólo para verlo caer muerto desde la altura de su propia arrogancia. Claro que a esto lo decía Yates, el gringo, compañero de Carrera, y éste sí que odiaba al fraile. Más de una vez aconsejó al Supremo que se lo saque de encima. La respuesta derivó en la separación de ambos caudillos, y en la caída de la República Entrerriana.

– Mirá –y le extendió el arrugado documento–. Leéme dónde mierda dice que vienen pa’acá, pa’ayudarnos, que yo no lo encuentro.

Sabía que era inútil, que en ninguna parte encontraría lo que buscaba. Pero necesitaba desengañarse, escucharlo de otra boca, despertarse con el estruendo, divisar el trueno avizor en su cabeza. Saber que las hilachas de montonera que aún lo rodeaban eran ahora su único capital, al menos en ese momento. Pero no era esto lo que le preocupaba. No, no era la derrota con el brasilero lo que le preocupaba. El pensamiento se le orientaba hacia otro lado. Tenía claro que a un par de gritos suyo cientos de gauchos se le unirían, acá y en la otra orilla. Ese no era el problema, comprendió. Pero también sabía que el otro sabía.

 

No había alcanzado a leer todo. Le bastó para entender sólo con eso de “Excelentísimo señor capitán general de la Banda Oriental...” para imaginar sus próximos pasos.

 

No había alcanzado a leer todo. Le bastó para entender sólo con eso de “Excelentísimo señor capitán general de la Banda Oriental...” para imaginar sus próximos pasos.

– Yo te viá dar, mocoso de mierda... ‘Capitán General’... ¿Quién carajo te creés que sos para firmar “conforme a mis deseos y sentimientos”?

La voz del cura hereje lo sobresaltó un momento:

– ¿Qué quiere que le diga Jefe? Usted ya sabe lo que este pacto significa. Proponga, para eso estamos acá, con Usted, pase lo que pase.

No en vano había abandonado la comodidad de Córdoba, con universidad, sí, pero tan pueblo aún. Además, esa cátedra de Teología que se hacía cada vez más pesada, más ajena cada día. Tan conservadora, tan pacata y sobre todo tan indiscreta. Sólo era un pueblo grande con murmullos pequeños. La revolución fue la oportunidad de mandar todo al diablo en el único sentido que aún no había mandado su vida y volver al oriente para entreverarse en lo que fuera.

 

Ya sabía de traiciones, pero no se acostumbraba. Más de uno lo había dejado en la estacada (...) Pero esta vuelta la puñalada le dolió más, fue sal en la herida.

 

Miró al viejo que continuaba quieto sobre la cabeza de vaca, mandíbulas apretadas y ojos de amargor. Pocas veces lo había visto así. Él sabía que no era tan severo como lo pintaban. No lo conocían. No a todos les decía: “Benito, portate bien. Yo no saco más la cara por vos. Si una noche d’estas te levantan en las chuzas, te jodés solo... Haceme el favor, ponete la sotana de vuelta y dejá de alborotar el hembraje...”. No, esa veta no se la conocían, lo veían muy grande, muy jefe, muy Protector como para verlo entero.

El viejo se paró, las manos atrás, dio unos pasos, miró sin mirar el brasero, la pava y el fueguito que Ansina avivaba a puro soplido. Fueron segundos, apenas. Eternos segundos, apenas, durante los cuales pasaron cientos de imágenes, miles de caras, portuguesas, porteñas, entrerrianas, orientales. Sarratea y Rondeau. La Redota, los diputados insultados, los sueños federales, Posadas y la tasación de su vida, la mujer desquiciada que ya no lo esperaba, Andresito, atrapado el pobre indio, Ramírez... ¡Ramírez!

Ya sabía de traiciones, pero no se acostumbraba. Más de uno lo había dejado en la estacada, como el Montenegro, el Pedro Viera, Ventura Vázquez también, Larrañaga y Rivera corriendo con los brazos abiertos a recibir a los portugueses. Como un sino que lo perseguía uno a uno se le iban apartando. El destino –aunque para él había que hacerlo todos los días– parecía ser la muerte o la soledad, o las dos acollaradas como para que fuera peor.

 

Miró al viejo que continuaba quieto sobre la cabeza de vaca, mandíbulas apretadas y ojos de amargor. Pocas veces lo había visto así. Él sabía que no era tan severo como lo pintaban.

 

Pero esta vuelta la puñalada le dolió más, fue sal en la herida. No tanto por Lopecito, que le parecía sólo un caudillejo pasajero y oportunista, pero Francisco se había hecho con él. Estaba formado con su misma esencia. Más de una vez habían cruzado impresiones sobre federalismo y de cómo hacerlo realidad en sus provincias, una vez que el país se hubiera tranquilizado. Ya sabía que, por una cuestión biológica, si se quiere, el Francisco lo reemplazaría en el Protectorado. Ya le venían los achaques cada vez más seguido, los años le llegaban en tropel y, al mismo tiempo, el Pancho no envejecía, crecía, acrecentaba cada vez más su presencia. Pensaban igual. Sí, definitivamente lo sucedería, y él le daría su bendición cuando llegara el momento. Pero no así, no de esta forma. Todavía no es tiempo, se dijo, y apretó el puño.

Segundos, apenas. Segundos eternos, apenas. Silencio eterno roto por un sonoro escupitajo.

Monterroso esperaba la respuesta que esperaba.

– Mañana cruzamos el río.

Y, mirando al negro que ya se reía con esos grandes dientes salteados, le soltó a boca de jarro:

– Arreglá ese mate y sacá la pava del fuego, que el agua ya está caliente.

 

*La caricatura de Artigas que ilustró el relato es de autoría de Arotxa (Rodolfo Arotxarena, el talentoso caricaturista del diario uruguayo El País).

 

 

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