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A 67 años de su salida: reeditan el libro "Montielero"

“Montielero”, de Manrique Balboa Santamaria, es reeditado por Ed. Del Clé 2020. La publicación original fue en 1953.

 

Por MARIO DANIEL VILLAGRA (Especial para EL MIÉRCOLES DIGITAL)

Miguel de Ferdinandy dice que la tradición es semejante a un difunto, en tanto que su “alma no ha muerto con su cuerpo y que espera, entonces, una resurrección”.

Algo de eso podemos pensar entre la primera edición de Montielero en 1953 y esta reedición de la obra narrativa. No solamente porque el autor, Manrique Balboa Santamaria forma parte de la historia de la literatura entrerriana, sino por la impronta gauchesca del texto.

La obra se levanta y camina XXXI capítulos. El autor pone en voz de Serviliano Almirón, criado de doña Natalia (Torres), las andanzas del gaucho Calandria… “me dijeron que estos pagos eran los del gaucho Calandria”. “¿Así que yo soy Calandria”. “Ansina te llaman por tuitas partes. También dicen que sos el mejor corredor entre el monte y que le sabés el canto a tuitos los pájaros”, dice en sus entrañas el libro, lo cual evidencia que el yo narrativo habla en primera persona y en momentos de él en tercera.

Es la historia de un joven, “un muchacho dao”, en Villaguay, que con quince años decidió cruzar el rio Gualeguay, salir de su tierra para vivir historias campestres, sin saber que con los años viviría como un montaras… “el monte me llamaba, y aquí he vuelto, entre el curupí, el yatay, los quebrachos, algarrobos y añejos talas”. Pero para que el Calandria quedara en la historia de la literatura como Calandria, pasarían muchas escapadas, muertes, enseñanzas y sorpresas.

 

No nos dejemos impresionar, la orden del juez habla de no tener delitos ni faltas, no otra cosa que “no fuera la de andar de matrero en las selvas de Montiel”. Calandria tiene que pasar algunos entreveros y malentendidos, incluso que aparezca Andrea y diga: “Pídale la bendición a su padre, que es ese hombre”. Entonces, sin dudas, luego de veintiocho capítulos, el clima comienza a declinar al final. Calandria debe tomar una decisión. Pero eso no queda allí, hay más fallos que sorprender al final, no de su vida, sino de la etapa que refleja lo narrado.

Pero vayamos al principio. A diferencia de los ambientes cerrados de las primeras novelas, aquí son los “cercos de membrillos y palos a pique, y otras tunas y ñapindá” lo que delinean el umbral de entrada a la realidad ficcional, pero sin perder detalle de la realidad del lector. La mirada de un joven que va percibiendo los hechos del pueblo, agudizando su sensibilidad en la rueda del mate, junto al fogón con don Claudino y la visita del Vate Moreira…  “dicen que había sido el poeta del brigadier general don Crispín Velásquez”; y que vio de chico pasar por “la calle Ancha” a los lanceros del coronel Polonio, “para seguir hasta el departamento Victoria, en busca del jefe de la revolución”.

Este joven, luego de algunos sucesos —ver como casi decapitan a un hombre, por ejemplo—, comienza a notar las injusticias del accionar policial y muta hacia una toma de posición: “De este lado del Gualeguay me parecía respirar otro aire de mas libertad y salvado de las persecuciones de la policía”. Decide irse, escaparse con su amigo; pero recordemos, desde el principio dijimos que estamos ante un texto de la gauchesca.     

Así como en Martín Fierro la aparición de Cruz da un giro literario que pasa del monólogo a un seudo diálogo, en tanto que se utiliza la retórica de un personaje secundario, en Montielero la figura de otros personajes es sustancial en la ingeniería del texto.

El Tero es su primer amigo importante, con él atraviesa el río y encuentra los primeros trabajos en estancias cuando la Calandria aún estaba emplumando con quince años. Luego de perder a su amigo, el Tero, el joven Calandria entra en una etapa de tener un referente, así es como aparece don Elisio. Hay un fragmento que muestra la gramática y la escena gauchesca en todo su esplendor:

“Yo aflojé (dijo Calandria), pero el carnicero y don Elisio continuaron comiendo con pausa. “De poco comer había sío el mocito”, argumentó el hombre, mientras se preparaba para tomar un vaso de vino. Luego agrego: “Muy lindo ha estao el asao, ¿no? Ahura hay que asentarlo con unos amargos. ¡Aaah!... Primero via trai fritos que han hecho las mujeres”. Se fue y volvió con una fuente de fritos. Don Elisio estiró el brazo y ensartó tres con el cuchillo, y al levantarlos, les chorrió la miel de lechiguana. Yo hice otro tanto, y después tuve que aflojarme el cinto con disimulo. Tomamos mates, y el hombre, muy atento, nos dijo con franqueza: “Ahura desensillen, pues, y larguen en ese potrerito, ansina duermen la siesta”. Don Elisio, dando vuelta el cinto, le contesto: “Primero vamos a pagar lo que hemos comío, y después sí. Le alargó un billete. ¡“Nooo! ¡De ninguna manera. Ha venido a mi casa, don Elisio, que es como si juera suya. ¡Nooo! Valiente don Elisio”. “Somos bien amigos, pero usté trabaja pa vivir y yo también don Melitón. Lo que es justo es justo. Cóbrese y dispués sí, me invita lo que guste”. El carnicero, sin dejar de hacer cumplidos, tomó el billete, cobró y le alcanzó el vuelto”.

De esta manera vemos que espíritu de Calandria se fue formando al lado de tutores que fueron guiando su camino. Sin embargo, terminaría aceptando su fama de matrero, y que “hasta leyendas se tejían sobre mi vida y las habilidades de mi caballo para saltar palmas y alambrados nuevos”. El dicho popular dice “hazte fama y échate a dormir”, pero según la vida de Calandria eso se pondría en duda: “la confianza que me inspira la selva se volvía desconfianza bajo cualquier techo, sobre todo de noche…”.

De lo que estaba seguro, entonces, era de que con su “gatiao” eran “dos seres sin querencia. Él no tenía tropilla para relincharle ni yo tenía rancho donde albergarme. Solo el cielo era nuestro techo, y por las noches, algunas veces, la luna, la alegría”. Había otras alegrías: carreras, yerras… hasta un velorio supo llevarlo la andanza al Calandria, que los diarios hablaron de él; Borges lo conoce.

Pero hablemos, por último, del autor y esta obra. En nota de 1948, agradece a estancieros, troperos, domadores, payadores y criollos completos. Algunos trabajos lo presentan como maestro rural y novelista, pero también fue periodista. Con esta obra obtuvo el primer premio otorgado por la Comisión Nacional de Cultura, para los años 1948-1950, correspondiente a la región Mesopotamia. “Los cuadros de la novela están tomados de la tierra misma; los hombres y los paisajes diseñados con sus temperamentos y sus particularidades”, dice el comentario de la primera edición de Kraft en Buenos Aires, y con toda lógica, pues, Manrique Balbo Santamaria supo estar en el acta de Republica de Puerto Viejo, donde se afanaban de ser restauradores de “los paisajes naturales”. Y, como dice en esa nota, tuvo sus “cruces por aquellos montes” y Montielero toca eso que dice. En esta edición, Del Clé rescata una empírica fotografía del Calandria original, datada en la década de 1920, pero el texto nunca define el contexto histórico del Calandria. Podemos suponer, por la similitud, ya dicha antes, con la obra Calandria, de Martiniano Leguizamón, que todo puede transcurrir entre 1870-1879.

No obstante, la novela brinda algunos indicios que pueden afirmar esa hipótesis: “los campos se alambraban y la compañía inglesa dueña de La Gama empezaba a hacer potreros que tenias leguas […] los tiempos iban cambiando y que cada día adquirían tierras los extranjeros para desmontarlas y ararlas. En este caso, el arado era mi enemigo…”.

Mas allá de estas persistencias temáticas (Izaguirre, 2018) que emparentan Montielero con otras obras literarias, Balboa brinda un punto de vista particular y que difiere de Leguizamón; éste da muerte a Calandria por “un criollo trabajador”, ahora, nos sorprenderemos al leer “De matrero a sargento de policía de La Gama era una diferencia regular”, pero el final no lo sabremos hasta unos días después, en la página 260, donde se rinde ante… ¿la ley, una persona, el monte? O las tres.

 

 

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