Mario Daniel Villagra nos convida este ejercicio reflexivo y humano, donde se mezclan la vida, la muerte y la voluntad.
Por MARIO DANIEL VILLAGRA (Especial para EL MIÉRCOLES DIGITAL)
Me vienen resultando incómodos los días y su cosificación, porque en algunos casos se corre el riesgo de perder el contenido histórico, quizás el día de la mujer o del trabajador sean los más notables; no es por arruinar el día del padre. Resulta que hoy tiene la particularidad de ser el primer “día de” sin él, y eso me invita a algunas reflexiones.
Desde los 12 años que perdí a mi madre comencé un camino que desembocaría en la idea de un parricidio filosófico como necesario. Y lo fui haciendo, y mi padre me fue acompañando, porque él entendía como yo que viviendo a distancia cada abrazo podía ser el último.
«Como se dice, él se quitó la vida, pero también se podría decir que la decisión apuntaba a preservar una dignidad, la que brinda el ejercicio de voluntad propia.»
En 2021 el reencuentro con él fue particular; no vino a recibirme a la terminal. Yo regresaba, pero él ya había partido. Dejó todo indicado y en orden, hasta el lugar donde quería descansar: junto a sus padres. De aquello que dejó, quiero detenerme en su última cámara para sacar fotos, la que yo le regalé; recuerdo ese día:
—Qué linda cámara, a ver… —y su cara de 50 años largos se transformó en la de un gurí curioso.
Con esa anécdota, el camino hacia el parricidio filosófico se iba concretando. Pero hay una anécdota anterior y fundante en ese camino. Un mediodía, recién llegado del trabajo, me preguntó por la comida. Le contesté que no tenía ganas de cocinar… “No te das cuenta de que con la muerte de tu mujer también se fue mi madre”, así de cruda fue la charla. El abrazo que siguió recrudeció aún más la realidad en la que ambos estábamos inmersos y nuestra relación pareció revertirse.
Luego de aquella pérdida, como se dice, él se reinventó o recompuso su vida amorosa, sentimental y familiar… en fin, las maneras de decirlo pueden ser varias y un exceso de pensamiento no debería estropear una cuestión tan simple y profunda como la de estar juntos con otra persona, quien fue su compañera hasta el final. Deja dos cartas donde le pide perdón a ella, a Dios (yo no sé si con mayúscula o minúscula, no las llegué a ver a las dos), también a sus hermanos, hijos y amigos.
Con su compañera quedaron sus máquinas, sus herramientas y el pequeño gran universo que componía su tallercito. Pero, además, junto a la cámara dejó fotografías de todo tipo y tamaños, papeles, relojes y almanaques; todo inservible desde un punto de vista utilitario… ¿Acaso él cumplió con toda la cadena reproductiva: hijo, padre, abuelo, bisabuelo? Estoy seguro de que él acordaría en que no vinimos al mundo solamente para eso. Porque más allá de lo productivo que fue en el sistema laboral, en el que se jubiló, también supo disfrutar de otros aspectos de la vida, sea la música, los viajes, las amistades; el monte, el mar, las cataratas y las montañas. Él me enseñó a volar: fue en una demostración de esas que se hacen en los aeroclubes y desde el aire vi a Villaguay gigante.
«En ese parricidio filosófico, mi padre había dejado de ser mi padre. Y ahora, cuando llegué y él ya no estaba, sentí que Luis Alberto ya era parte de otros y la idea de ser “hijo de todos los padres y padre de todos los hijos” era vivaz.”»
En ese parricidio filosófico, mi padre había dejado de ser mi padre. Y ahora, cuando llegué y él ya no estaba, sentí que Luis Alberto ya era parte de otros y la idea de ser “hijo de todos los padres y padre de todos los hijos” era vivaz. No obstante, el miedo se hizo realidad en mí: no lo volvería a ver. Se fue en serio, tan en serio que él mismo tomó la decisión sobre el momento de partir. Quizás ese fue su verdadero oficio: poner la hora; de hecho, se recibió de relojero cuando se estudiaba por correo postal. Llegó a tener su relojería de barrio; un almacén en la entrada de la ciudad, y un boliche de campo al que llamó “Los amigos”, hasta que se instaló como empleado de comercio.
En una de las últimas charlas que recuerdo, al indagar sobre su historia personal y la de mi madre, él me respondió: “te respeto porque quieres saber más del pasado, pero yo aprendí que hay que estar también del lado de los sueños”. Por eso entendí que él fue un soñador, de a poco volando de Lucas Norte, donde se crío, en un lugar que su padre había bautizado “el nidito”, hasta aterrizar y hacer el suyo propio en Villaguay.
Como se dice, él se quitó la vida, pero también se podría decir que la decisión apuntaba a preservar una dignidad, la que brinda el ejercicio de voluntad propia. Tenía diagnosticada una metástasis y no quiso someterse nuevamente a operaciones y tratamientos. En un vocabulario campestre diríamos que se despenó, no quiso sufrir más y no quiso ver sufrir. Esperó que pasaran las fiestas cristianas, se despidió de sus amigos, utilizando el saludo de fin de año como excusa y el 2 de enero concretó su decisión. Días después, el 18 de marzo se aprobaba la eutanasia en España… Es inevitable pensar que mi padre hubiera simpatizado con una ley de este tipo en Argentina, al menos esa es mi expresión de deseo: que recordarlo en este día sirva a una causa justa e ineludible en una sociedad sana.
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