Un hermoso artículo de LA MALA sobre el carnaval en la ciudad Gualeguaychú de Agustina Díaz, oriunda de esa ciudad, licenciada en ciencia (UBA), docente universitaria especializada en derechos humanos y estudios de género. Además, ella fue protagonista de esta historia ya que fue reina de esa fiesta en el año 2016.
Texto: AGUSTINA DÍAZ de LA MALA de Gualeguaychú (*)
Fotografía: Museo del Carnaval
El carnaval es unos de los primeros recuerdos que tengo de mi vida. Por alguna razón mi cabeza quiso guardarse esas imágenes y sensaciones para siempre, desde siempre.
Tenía unos 3 o 4 años y mis padres me llevaron al “corso”, que todavía se hacía en las calles céntricas de la ciudad, cuando el público estaba muy cerca del desfile. Con mi hermana nos escapábamos por ratitos y nos íbamos a los márgenes de la calle, donde caían a descansar las perlas y lentejuelas que se descocían de los trajes. Recuerdo haber recogido dos perlas color verde flúor que ocupaban casi todo el espacio de la palma de mi mano. Así de pequeñas eran las dimensiones de mi cuerpo por aquel entonces.
El público, hace 40 años atrás, en la histórica esquina de 25 de Mayo y Alberdi. Fotografía: Ricardo Pulido
Fue en esas primeras noches de carnaval, donde registré como en una fotografía mental a mi bella tía Noni y su amiga, “la Colorada”, listas para salir a escena.
Ellas con sus piernas torneadas y eternas, sus zapatos de taco aguja plateados y unos trajes azules brillantes cubiertos de canutillos y lentejuelas que formaban unas piezas preciosas. Mis ojos no podían dejar de mirar a las bailarinas con sus trajes de fantasía, en medio de la música, de los tambores y del alboroto de gente feliz y risueña que se encontraba sin razón aparente, pero con un motivo profundo.
Mi papá plasmó con una cámara con flash (novedad para la época) ese momento en donde mi carita extasiada las miraba, con quien observa a una maravilla que trasciende todos los tiempos y espacios. Esa fue mi primera fotografía de carnaval.
Algunos años después, en 1997, se inauguró el primer Corsódromo del País en esta ciudad modesta del litoral argentino: Gualeguaychú. Pago donde tuve la dicha de nacer y crecer, alimentada primero por el pecho de mi madre, el sudor del trabajo duro de mi padre, el verde de la naturaleza abundante y los tambores que han dado a mi corazón mejor pulso que todas sus arterias.
El paso de la comparsa AráYeví, en 1984, cunado no había división entre el público y los integrantes. Fotografía: Ricardo Pulido
Ese gigante de tribunas, escenario único para los desfiles de carnaval, se erigió en la antigua estación ferroviaria que había dejado de recibir al tren. Fueron tiempos de privatizaciones, retiros “voluntarios” y desguaces en medio de discursos eficientistas que sentenciaban “ramal que para, ramal que cierra”.
Decenas de pueblos entrerrianos quedaron aislados y silenciosos, mirando las vías con la esperanza de que, alguna vez, los vagones volvieran a traer gentes, noticias y comercio. Pero el tren no regresó y así fueron yéndose los más jóvenes, despoblándose los pueblos que alguna vez fueron el rostro visible de la Argentina profunda, para habitar otros territorios, quizás más prometedores, pero ajenos.
Por alguna razón, Gualeguaychú siempre fue una ciudad resiliente y para enfrentar todas sus dificultades ha sacado un “as debajo de la manga”. Así como las primeras fábricas del Parque Industrial reemplazaron el motor productivo que un día fue el gran Frigorífico y como el corsódromo dio luz, vida y alegría a lo que, en otros pueblos de la zona, fue el símbolo de una tragedia social.
A la inauguración del primer corsódromo argentino fui con mamá. La emoción era inmensa. Nos sentamos en segunda o tercera fila y me compró una bolsa de papel picado que a mí me daba vergüenza tirar. José Luis Gestro, mentor de semejante obra, dio un emotivo discurso inaugural.
La música comenzó a sonar mientras una especie de edificios vivientes, cargados de plumas y color se iban acercando poco a poco. Eran las carrozas que, sin los antiguos límites que imponían los cables eléctricos de las calles, habían crecido en tamaño, belleza y soberbia. ¡Dios mío! ¡Qué espectáculo maravilloso! Yo bailaba imitando a las chicas que desfilaban con sus sonrisas amplias y mamá saludaba a las bahianas, esas mujeres que giraban dando movimiento a polleras inmensas… creo que mamá soñó con ser una de ellas.
Una de las carrozas de la comparsa Kamarr, en 1990, en plena calle 25 de Mayo. Fotografía: Ricardo Pulido.
Por el año 2001, las cosas se habían puesto fuleras. Tenía 13 años y estaba ingresando al colegio secundario, mamá estaba sin laburo y papá cobraba su sueldo en bonos federales que no servían para casi nada. Eran tiempos de trueque y pobreza. Lo pasamos mal, como la mayoría de las familias trabajadoras, pero papá ese año se anotó para trabajar en una cantina del corsódromo y conseguía hacernos pasar a ver el desfile. Con mi hermana nos subíamos a lo más alto de las tribunas de cemento y ahí observábamos la magia de cada comparsa, con sus cuentos e historias.
Las canciones de aquel año se fijaron en mi cerebro de un modo particular, como una de esas cajitas musicales que resuenan para siempre. Sin lugar a duda fue una edición excepcional de carnaval para mi vida, no sólo por las muchas veces que pude ver el desfile sino porque papá, al finalizar su jornada de trabajo, podía llevar a casa los chorizos y hamburguesas sobraban porque no se habían vendido. El domingo, si algún sánguche no se había vendido, era una fiesta, ya que podíamos acompañar con carne el arroz, los fideos, la papa hervida o los porotos de soja que se habían convertido en nuestro único menú posible. El carnaval fue, también, un plato de comida en la mesa de mis viejos.
En 2005 terminé mis estudios secundarios y aunque estaba a punto de irme a vivir sola a Capital Federal para emprender mis estudios universitarios, aún mis padres no me daban muchos permisos para ir a bailar ni salir de noche. Desde ya, no había ninguna probabilidad de que me dejaran inscribirme en una comparsa, así que desistí.
Con “la Marce”, mi mejor amiga y cómplice de aventuras, conseguíamos entradas gratis e íbamos casi todas las noches al corsódromo. Algunas veces sólo llegaba a ver la primera comparsa porque tenía permiso para salir hasta la medianoche, pero no me importaba ir sólo por un rato porque ese instante, de algún modo, cambiaba mi vida y mis días siguientes.
Integrantes de Marí Marí, del Club Central Entrerriano, con el público a su pies (1984). Fotografía: Ricardo Pulido.
Fue en una noche de febrero de ese verano que sonó el teléfono fijo en la casa de mis viejos. Era Rocío, otra amiga querida que me dijo “me ofrecieron un traje en Marí Marí para salir esta noche y hay otro traje… ¡Vamos!” y, por supuesto, salí eyectada de casa.
Había que ir al taller ubicado como hasta el día de hoy en calle España para probarnos los trajes. Al entrar, lo primero que vi fue un inmenso cuadro de José Luis Gestro, donde se lo ve imponente, como una especie de dios griego, hermoso y carnavalero.
El ruido de las máquinas de coser, los trajes de plumas colgando del techo, las telas sobre las mesas… era como un sueño. Por supuesto, estaba feliz pero muerta de miedo ¿Y si no me daban el traje? ¿Si no era lo suficiente para el puesto? Todas las dudas se disiparon cuando se acercó Verónica, la hermana de José Luis, con una sonrisa y trajes blancos en las manos. “Chicas, prueben los caireles y cosan el ganchito a su medida”. Así lo hicimos y nos fuimos con una alegría que no nos entraba en el cuerpo.
Con la complicidad de mamá, que a hurtadillas de mi viejo buscó un par de sandalias y me dio permiso, esa noche pisé por primera vez el corsódromo. Ahí estaba yo, con mis 17 años, con un par de sandalias recauchutadas, con mil inseguridades por mi cuerpo (con el cual recién me reconciliaría, un poco, en la adultez) cerca de la línea de largada del corsódromo. Antes de salir, fui a colocarme el espaldar que me pareció una especie de acoplado de hierro emplumado. Tenía en su estructura una batería de auto porque, frente al jurado, se prendían unas luces que llevaban encima.
Cuando me quise acordar, estaba ahí adentro, bailando como bailaba mi tía y su amiga “la Colorada” y todas esas mujeres mágicas que había visto por años. Ahí estaba, con un cairel de perlas que se movían con mi compás, con un espaldar pesado que no pesaba. Todo pasaba rápido pero como en una especie de cámara lenta.
“Desafías a Dios, Satanás, al Edén introduces tu mal y la tierra es el limbo donde gracia y pecado donde al ser humano siempre tentarás”, recitaba la canción con la que Marí Marí hacía su paso. Y yo la cantaba con pasión, como quien cuenta una historia, como quien actúa en una obra, como quien reza una oración, como quien sabe que encontró un lugar en el mundo.
La Comparsa Papelitos, en su edición 1985. Fotografía: Ricardo Pulido.
En aquellos años de mi adolescencia, mi tiempo transcurría entre el colegio y la parroquia. Allí pasaba horas de mi vida y era muy feliz. Iba a misionar, hacía constantemente retiros espirituales y trabajo pastoral en una sala materno infantil en la zona norte de la ciudad. Tenía inquietudes acerca de cómo sería vivir como consagrada y, de hecho, en mi primer año y medio en Buenos Aires estuve alojada en las dependencias de la orden religiosa Santos Ángeles Custodios, en compañía de otras quince chicas y tres monjitas. Para mí, no había incompatibilidad para entre la fe en un Dios que me llenaba de alegría y esos desfiles de carnaval que otros condenaban o miraban escandalizados.
Por el contrario, creo que la dicha eterna y el reino de los cielos que los cristianos anhelamos debe ser algo parecido a carnaval, porque hay mucha belleza, afecto, camaradería, amistad, libertad, respeto por la diversidad y, sobre todo, porque los rótulos quedan suspendidos por un rato entonces se licúan las diferencias sociales y todos los seres humanos valemos lo mismo.
Después de aquella primera experiencia, que no se repitió esa temporada, supe que el carnaval había llegado para quedarse en mí y los años siguientes me lo reafirmaron. Hubo ediciones felices, con trajes fantásticos, lugares seguros, y otros años donde me tocó volver a ser una espectadora más, llorando emocionada al ver el paso de las comparsas por la pasarela más mágica del mundo. Pocas cosas en la vida me han regalado la suerte de llorar de alegría, el carnaval es una de ellas.
La comparsa O’ Bahía en uno de los carnavales durante la década de 1980. Fotografía: Ricardo Pulido.
Y porque nadie tiene la vida comprada, ni certezas absolutas, no sé de qué modo el carnaval seguirá interpelando mi vida. Sin embargo, reconozco que ese país de brillos y plumas ha sido ilusión en mi infancia, plato de comida para mi familia, escuela de libertad para mis prejuicios, espacio de expansión artística, orgullo de mi pueblo, reconocimiento para multiplicidad de identidades y para las diversidades que nos enriquecen, cuna de amistades que hacen mi vida mejor. Se que ese patio del Club Central Entrerriano seguirá conmoviéndome cuando encienda el repique de sus tambores mientras la gurisada juega a bailar y percutir. Tengo la certeza de que el carnaval ha sido mi sueño cumplido y ha hecho de mí una mujer más feliz.
Nadie sabe qué nos deparará el destino, pero espero que nada de lo que me toque vivir, en lo que de vida me queda, mate la mirada inocente y mágica de esa niña que guardó en su puño aquella noche, y conserva en una cajita de recuerdos hasta el día de hoy, esas dos perlas verdes flúor como amuleto de la suerte, estampita y recordatorio.
(*) Se desempeñó como coordinadora académica de la Diplomatura Universitaria de Fiesta Popular de Carnaval Regional dictada por Uader 2018. Fue reina del Carnaval del País en 2016.
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