Un reencuentro entrañable para quienes levantan las manos cuando la locutora pregunta quién estuvo en Atlético y para otros una maravillosa primera vez frente a una banda que funciona perfecta y enigmática cual barco de Teseo. La gratitud del público acompaña a los Catupecu Machu fundidos en el abrazo final hasta que desaparecen del escenario.
Por LUCÍA SCHVARTZMAN, especial para EL MIÉRCOLES
Foto de portada: DULCE PINTER (IG: @dulcepinter)
Casi veinte años atrás, Catupecu Machu venía a Concepción del Uruguay a tocar en una Expo Joven en la cancha de Atlético. Traían El número imperfecto bajo el brazo. Era julio, día de frío y lluvia, y la banda oriunda de Villa Luro ya había pegado los dos hits que terminaron de catapultar su carrera, Magia veneno y A veces vuelvo, y los llevó de gira por todos los pueblos del país, a todas las radios y todas las compus de adolescentes que bajábamos canciones con el Ares. Hits que no dejaron de sonar en la primera noche de la Fiesta Nacional de la Playa de Río, aunque hayan cambiado muchas cosas. Para empezar, pasaron casi veinte años.
No pretendo hacer de este texto un relato exhaustivo de lo que pasó el miércoles 15 de enero de 2025, mucho menos del sábado 23 de julio de 2005. Sí quisiera tender algunos puentes con el pasado, que se hace para pensar mejor y también para pensar con el corazón. Cuando la locutora de la noche, Agustina Gervasoni, pregunta quién estuvo en la cancha de Atlético las manos son pocas, pero están.
Pienso en la metáfora del barco de Teseo. Fernando Ruiz Díaz —para los distraídos, líder de la banda, vocalista y guitarrista— es el único integrante de la formación original. No es una garantía que las bandas funcionen en estas circunstancias, pero Fernando no es una circunstancia para Catupecu Machu. Sus canciones se pueden distinguir a la legua con solo entrever el color de la voz y las marcas de su trazo en las letras, además de su poderosa presencia.
Además, el Catupecu Machu es un reptil tropical que preexistía a la conformación del grupo en la imaginación de Fernando. Aquella vez en Atlético completaban la formación su hermano Gabriel Ruiz Díaz en bajo, Javier Herrlein en batería y Macabre en teclados, que apenas unos meses después se vería trastocada por el accidente automovilístico que dejó a Gabriel alejado de los escenarios hasta su muerte en 2021.
Esta vez lo acompañan dos baterías a cargo de Julián Gondell y el Vikingo Meardi, y el bajista Charles Noguera empuñando el Frankenstein, histórico instrumento de Gabi, a quien Fernando no tarda en invocar y se hace presente en el brillo que llevará en sus ojos hasta el final del show.
Mucho más que el barco de Teseo, parece el lagarto la metáfora perfecta para entender la naturaleza del despliegue anómalo de energía que mana cuando Fernando, Charles, Julián y el Vikingo empiezan a tocar.
No es tanto un recital de Catupecu Machu sino uno en el marco de un festival, y eso explica lo abarrotado de hits del repertorio. Igual que cuando el agua se evapora una solución se concentra, el tiempo sobre el escenario es poco y se satura de grandes éxitos, entre los que se cuelan algunas rarezas: un cover de “Mañana en el Abasto” de Sumo seguida de una breve cita a los Sex Pistols al final de “En los sueños”, otro de Aristimuño en medio de “Perfectos cromosomas”.
Tocan en total cinco temas de El número imperfecto (2004), dos de Cuadros dentro de cuadros (2002), otros dos —o tres, si se cuenta la arenga de “Eso vive” al comienzo del recital— de Cuentos decapitados (2000), uno de El mezcal y la cobra (2011) y uno de Dale! (1997).
El fantástico animal imaginario cambia la piel y permanece en el gesto. Tuerce las vías y descarrila. Crea un reino antiguo, pero hoy acá.
Un solo de baterías corona de gloria temprana la formación del reptil tropical, bautiza al barco de Teseo y lo besan las aguas del pogo, que empiezan a abrirse justo ahí donde un rato antes Joaquín Levinton de Turf lo reclamó y no pudo tenerlo. La juventud de ambos bateristas parece un guiño al legendario Abril, que con catorce años se sumó a tocar con los hermanos Ruiz Díaz. El reptil cambia la piel pero no los gestos.
Cuando más temprano la locutora pregunta quién estuvo en Atlético, nadie se acerca al micrófono para hablar del frío de julio que subía desde los pies y el barro colándose por las zapatillas, la llovizna y el viento helado que azotaban campo y tribuna.
Nadie va a decir para todos los asistentes a la Fiesta de la Playa que cuando un cana sacó la cachiporra para pegarle a un gurí, Fernando paró todo y le pidió que se la meta en el orto. Que dijo que no, que no se hacía el gallito, porque después cuando bajaba del escenario estaba solo, como registró Javier Kolker en su crónica para el semanario EL MIÉRCOLES hace casi veinte años. Que por eso hicieron “Hechizo” dos veces esa noche, precioso cover de los Héroes del Silencio que tocan también esta noche casi promediando el set (y que Catupecu Machu tiene también un don para embellecer las canciones ajenas que reversionan, también tendría que decirse).
Esa noche de frío infernal en Atlético se cortó la luz y los Catupecu Machu no tuvieron mejor idea que hacer un acústico y cantar a capella, para luego prometer que iban a esperar a que volviera la luz. ¿Quién, alguna vez, te prometió algo así? ¿Quién, alguna vez, lo cumplió? Cuando el reptil hace “Magia veneno” esta noche, su vocalista marca una antigua be en “obscuro”. Lo hace con la convicción de quien invoca lo erosionado por el tiempo, y en esa operación lo hace renacer. De lo oscuro hacia la luz, todo nuevo. ¿Alguien puede tomar el micrófono y decir que en esa noche gélida parecía no haber nada que esperar, y sin embargo las voces de Fernando y Gabriel rasgándose la garganta en medio del apagón todavía se oyen desde la tribuna de Atlético?
Mucho antes de acabar el recital que el texto, el colchón de ochenta centímetros que pide Fernando se cumple. Hay quien antes teme por el público, cuántos quedarán, quién hará el aguante.
Se sabe que Turf es popular y apta para todo público, con un frontman que sabe entretener y descolocar, y sus espectadores encaran en gran parte la retirada cuando la banda deja de tocar para dar lugar a Catupecu Machu. Rápido se desarman las hipótesis de un pogo puramente nostálgico, a tono con el mercado de la nostalgia que caracteriza la época: sostienen en proporción mayoritaria el asedio a la valla y la envidiable ronda de pogo jóvenes en sus veintipico que los ven por primera vez y se esmeran por cumplir el deseo de pisar sin el suelo, secundados por ex jóvenes con sus gurises que corean todas las canciones sobre sus hombros, y otros tantos que, revoleando la remera, habrán hecho unos buenos kilómetros para ver a Catupecu Machu en su único recital del verano.
Se puede pedir lo que no hubo: “Entero o a pedazos”, “Cuentos decapitados” o “La polca”, como si hubiera hecho falta instigar más al pogo. Se lo puede pedir como quien pide para algún día. Ahora todo fue dado. Hay grandes esperanzas: Fernando promete, además de su disco solo, pronto a salir, un nuevo álbum del reptil para el próximo año. La noche promedia como un reencuentro entrañable para quienes levantan las manos cuando la locutora pregunta quién estuvo en Atlético y para otros como una maravillosa primera vez frente a una banda que funciona perfecta, enigmática y poderosa. La gratitud del público acompaña a los Catupecu Machu fundidos en el abrazo final hasta que desaparecen del escenario.
El fantástico animal imaginario cambia la piel y permanece en el gesto. Tuerce las vías y descarrila. Crea un reino antiguo, pero hoy acá.
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