El 16 de septiembre de 1963 llegó de visita a la Concepción del Uruguay Atahualpa Yupanqui (Don Ata, como le decían) persiguiendo los recuerdos cosechados en tierras montieleras durante su paso por los años treinta: “con mirada de otros años, y otros tiempos contemplé, sobre un mangrullo de talas, el palmeral de Montiel”. Ya no sin caballo y en Montiel, sino a bordo de un automóvil, arribaba esa primavera de 1963. Ya no payador perseguido sino cargando con todos los laureles del cantor triunfante en los escenarios del país y el mundo.
Por RUBÉN I.BOURLOT (*)
Don Ata llegó para actuar en la ciudad invitado por la Peña Tradicionalista Ñanderogamí, y estuvo en la radio LT11, y al otro día estaría en el Colegio Nacional, el Histórico fundado por Justo José de Urquiza, para deleitar a los jóvenes con sus versos sentidos.
Ese jueves ingresó a los estudios de la radio, en ese entonces Splendid, acompañado del representante de la peña Ñanderogamí, Florencio López, y del joven integrante de la misma Juan Luis María Puchulu.
Al día siguiente estaba invitado para visitar y charlar con los estudiantes del Colegio del Uruguay. Por la noche se fue a dormir pensando en el encuentro con la juventud estudiosa. Y el sueño remolón no venía pero sí las palabras se agolpaban en la mente del cantor. Las palabras para la juventud del Colegio. Y esa noche en vela las volcó en el papel.
Frente a la estudiantina leyó esas palabras “de saludo para la juventud de estudiantes de Concepción del Uruguay en esta tarde.
“Qué linda suerte la mía, esa suerte de echar pie a tierra en este pago de Concepción del Uruguay, para saludar a la juventud estudiosa, pajaritos de reciente plumaje, que se preparan para el canto y el vuelo en venerables jaulas de mapas, de libros y consejos, en las que no hay ramas que detengan el sueño y la fantasía, y donde la vocación halla su cauce para correr tierra y tiempo, y darse con todo, como los arroyos que cruzan nuestras praderas con sol y sombra, y remolino, hasta entregar su viaje al ancho y amado río, sumándose a la vida y al paisaje con un destino de mar…”
Prócer de carne y hueso
Las bellas palabras pronunciadas bajo el sol primaveral, en el antiguo patio del Colegio, echaron a volar y recorrieron galerías y pasillos, y se confundieron con las voces de otros tantos célebres personajes que pisaron las baldosas del Histórico.
“Fui como ustedes, pajarito libre sobre un paisaje de encantamiento. Quemaba mis carbones en el aula, y en el deporte, y en la danza.
“Cualquier camino que recorría de niño, de muchacho, era para mí, como para todos los adolescentes, una senda milagrera donde se me rebelaba un mundo; un mundo que era solamente nuestro; un universo que apasionaba al muchachito descubridor, un territorio que impulsaba al conocimiento de yuyos y de árboles, de nidos y de arenas, de frutas tibias bajo el sol de la siesta…”
Los jóvenes estudiosos -seguramente guardando respetuosos silencio- con ojos de asombro y oídos atentos, observaban a ese hombre de rostro aindiado ahí presente, vivo. Sí vivo porque para los estudiosos de manual los grandes hombres sólo viven en las esculturas, como ese Urquiza, ese Clark, ese Larroque que señorean congelados en el bronce.
“Los años, el tiempo, hicieron de aquellos caminitos de travesuras y revelaciones camperas y sencillas, un solo camino.
“El abuelo vasco y el abuelo indio, se confabularon con el paisaje de esta tierra en que nací.
“Desde la raíz de la piedra, desde la hondura del algarrobo, desde la nocturnidad de las llanuras, desde el misterio de los montes, los duendes mestizos que manejan mi destino, eligieron un trenzador.
“Ese trenzador se llamaba destino. Y tomando las cinco líneas de aquel pentagrama que solía descifrar con dificultad cuando niño, hizo con ellas una trenza hechizada, un lazo sobado con amor y paciencia, con cielitos y rocíos mañaneros.
“Y con ese lazo, hecho para el desvelo y el camino, amarró junto a mi corazón un antiguo madero estremecido: la guitarra…”
En esas líneas vibraba el canto pausado del payador, el sonido grave de la guitarra criolla, el aroma de los espinillos en flor que lo recibieron en la que fuera villa del Arroyo de la China.
“Y bendigo a mí la suerte de hoy, que me permite desensillar, siquiera por una noche, junto a los muros de esta ciudad, tan entrerriana y tan argentina, tan plena de historia, tradición y poesía, con un paisaje de prado, monte y río, capaz de atesorar la vocación de sus hijos, apuntalando el ayer para que sea más firme la luz del mañana”.
Payador perseguido
Atahualpa Yupanqui nació en el paraje Campo de la Cruz, en José de la Peña, partido de Pergamino, el 31 de enero de 1908. Fue anotado en el registro civil como Héctor Roberto Chavero.
En su derrotero, fue maestro, periodista, peón rural… pero, por sobre todo, músico. A los 23 años, se casó en Buenos Aires con su prima María Alicia Martínez, aunque poco después se instalaron en Entre Ríos. Faltaban varios años para su unión más conocida con la francesa Antoinette Fitzpatrick, “Nenette”, que como Pablo del Cerro firmó muchas de las canciones que Don Ata hizo famosas.
En su célebre “El canto del viento”, escribió: “Rastreando la huella de los cantos perdidos por el Viento, llegué al país entrerriano. Sin calendario, y con la sola brújula de mi corazón, me topé con un ancho río, con bermejos barrancos gredosos, con restingas bravas y pequeñas barcas azules. Más allá, las islas, los sarandizales, los aromos, refugio de matreros y serpientes, solar de haciendas chúcaras. Lazo. Puñal. Silencio. Discreción.
“Me adentré en ese continente de gauchos, y llegué a Cuchilla Redonda, desde Concepción del Uruguay. Llevaba un papel para Aniceto Almada. Y días después, crucé por Escriña, Urdinarrain, y fui a parar a Rosario Tala. Era una ciudad antigua, de anchas veredas, con más tapiales que casas. Anduve por los aledaños hasta el atardecer, sin hablar con nadie, aunque respondiendo al saludo de todos, pues allá existía la costumbre de saludar a todo el mundo, como lo hace la gente sin miedo y sin pecado”.
En su célebre “Sin caballo y en Montiel” dice que anduvo por Altamirano, Sauce Norte, Barro negro… y trabó amistad con Climaco Acosta y Cipriano Vila “dos horcones entrerrianos y una amistad sin revés”.
Payador perseguido y no era metáfora. Sus ideas políticas, su acercamiento al yrigoyenismo derrocado y diezmado en la “década infame”, lo impulsaron a buscar refugio entre los espinillos y ñandubays del Montiel. Existen testimonios que lo ubican involucrado en la revolución de los hermanos Kennedy (Eduardo, Roberto y Mario) en la zona de La Paz que movilizó el aparato represivo del gobierno nacional.
(*) Artículo publicado en el blog Historias de la Solapa.
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