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El elitismo populista

El partido que gobierna la Argentina promueve modificar la ley de consulta popular para que la ciudadanía decida si se debe ampliar la Corte Suprema. Sin embargo, rechaza cualquier posibilidad de que las comunidades determinen si un emprendimiento potencialmente contaminante debe instalarse o no (“licencia social”). La contradicción solo se explica por una noción que subyace en la dirigencia argentina: el elitismo populista.

 

Por AMÉRICO SCHVARTZMAN (*).

 

El partido que gobierna la Argentina se acordó de las consultas populares. A través de algunos de los seguidores más fieles de la vicepresidenta de la Nación, el Frente de Todos promueve en el Senado una modificación a la ley de consulta popular (Ver enlace). Esa ley, hasta el día de hoy, jamás se usó.

El peronismo quiere hacerle retoques para poder convocar en el proceso electoral de 2023 a un referendo. La intención, según explicó el senador Oscar Parrilli, es que la ciudadanía se exprese respecto de la propuesta de ampliación de la Corte Suprema de Justicia, entre otras iniciativas que tienen pocas chances de prosperar en la actual conformación del Congreso, dada la relación de fuerzas entre oficialismo y oposición. Entre los temas a consultar, incluye la creación de un fondo con dinero fugado para pagar la deuda con el FMI.

Lo cierto es que la ley vigente, 25.432, impide que la convocatoria coincida con una elección nacional: “El día fijado para la realización de una consulta popular no podrá coincidir con otro acto eleccionario”, establece en su artículo 14 (sabiamente, a mi juicio, pero discutir este detalle es una abstracción: la ley rige, pero no se usa).

Si prosperara la iniciativa, el año que viene, junto con la elección presidencial y de legisladores nacionales –además de las provincias en las que también se renueven autoridades– se realizaría la consulta.

Ley cero kilómetro. La ley que regula las consultas populares jamás se usó: hasta el día de hoy no se ha realizado en la Argentina ninguna instancia de ese tipo de alcance nacional.

En el país hubo una y única consulta ciudadana nacional. Fue en noviembre de 1984, y la convocó el presidente Alfonsín para que la ciudadanía se expresara respecto del acuerdo con Chile para garantizar la paz entre ambos países. Todavía no había ley. Por eso aquella consulta no podía ser vinculante, pero dejaría clara la opinión de la ciudadanía. Fue una decisión audaz del mandatario, quien confiaba en que la comunidad respaldaría cualquier acuerdo que aventara la posibilidad de conflicto con el país vecino. Habían pasado apenas dos años de la aventura bélica delirante de la dictadura. Y así fue. El resultado, abrumador, no dio lugar al rechazo parlamentario del acuerdo.

Faltaban todavía diez años para que la Reforma Constitucional de 1994 incorporara el referéndum, entre otros mecanismos de democracia participativa, al texto de la máxima ley argentina. Desde entonces (y aunque no faltaron proyectos en el Congreso por variados temas) no se realizó otra consulta ciudadana.

Con los dedos de una mano. Sí hubo consultas, en cambio, en ámbitos provinciales o locales, y siempre con severas dificultades y obstáculos interpuestos por los poderes políticos, del signo que fueran. Se cuentan con los dedos de una mano: Misiones (1996), sobre represas, Esquel (2003) y Loncopué (2012) sobre minería, y otra vez Misiones (2014) sobre complejo hidroeléctrico. En todos los casos las comunidades se las “arrancaron” al poder político.

Y ese es uno de los aspectos en los que no hay grieta en la Argentina: ninguno de los dos grandes conglomerados que se presentan como contendientes entre ellos cree en la capacidad de decidir por su cuenta de las comunidades. Se oponen a la “licencia social”. Sin grieta en este asunto, no quieren saber nada con que las comunidades decidan.

Quizá la razón resida en que las pocas veces que se activaron mecanismos de este tipo a nivel local, las comunidades les dijeron claramente que no a los poderosos. No podrían decirlo en público, pero es una motivación potente para evitar que el pueblo delibere y decida. Prefieren recurrir a viejos argumentos antidemocráticos, hoy refutados, como los que estrenó Platón hace más de 2.400 años, para quien el pueblo, la masa, el vulgo, directamente no puede decidir nada en cuestiones políticas, las que deben estar en manos de expertos.

Y eso se llama, sencillamente, “elitismo”.

Por qué no hay consultas. Las dirigencias no tienen ningún interés en consultar a la población. En cuestiones ambientales directamente lo rechazan sin medias tintas.

La repentina preocupación por la participación ciudadana la expresó Oscar Parrilli, impulsor del proyecto y conocida “espada” de la vicepresidenta: “Las leyes que rigen datan de 2000-2002 y desde entonces nunca se hizo una consulta popular”, recordó y aseguró: “Esto quiere decir que el mecanismo no funcionó”. Cierto.

Pero la razón principal por la que no funcionó es la aversión de las clases dirigentes argentinas a la posibilidad de que las comunidades decidan y, en especial, a que lo hagan en aquellos temas en los que la dirigencia sospecha que decidirán de manera opuesta a los intereses o decisiones que ya tienen tomadas.

Un ejemplo lo proporcionó la discusión sobre el aborto. Buena parte de la dirigencia plantada en posiciones más cerradas respecto de la posibilidad de legalizar la interrupción del embarazo creía que la sociedad argentina rechazaba tajantemente la idea. Por esa razón se presentaron numerosos proyectos proponiendo consultar a la ciudadanía para resolver el tema; una docena de iniciativas entre Senado y Diputados. A medida que la discusión social fue mostrando cierta apertura de la sociedad argentina y las encuestas insinuaban que la mayoría de la población aprobaba la despenalización, las mismas voces que habían presentado los proyectos fueron apagándose.

Paradoja. Por todo eso, es raro que el peronismo se acuerde ahora de las consultas populares.

Cada quien evaluará las razones que mueven la iniciativa del partido de gobierno: si lo hace por una repentina vocación de transparentar el lamentable servicio de justicia que tenemos, o si, quizá, lo que subyace es el inconfesable motivo de controlarla para que no haya un solo Urribarri más, es decir, para que no exista ningún otro “de los suyos” que resulte condenado en esas poquísimas ocasiones en que el servicio de justicia cumple con su deber.

Lo que salta a la vista es una expresión de una posición doctrinaria poco estudiada por la ciencia política a la que se puede denominar “elitismo populista”. El pueblo solo es invitado a opinar para avalar lo que deciden sus iluminadas dirigencias. Jamás para deliberar y decidir sobre el destino común.

La duda que me queda es qué les hace creer que esas mismas comunidades a las que no les permiten tomar decisiones sobre su propio futuro avalarían una iniciativa como esta. Claro que eso no ocurrirá, porque el Congreso no lo aprobaría: la oposición es tan elitista como el oficialismo.

La iniciativa presentada sostiene entre sus fundamentos que “muchos proyectos de ley que favorecerán a sectores castigados de nuestra sociedad” deben someterse a consulta pública “y de esta forma dejar en poder de las mayorías las decisiones que afectarán su futuro”.

Eso, precisamente, es una precaria pero buena definición de la licencia social: “Dejar en poder de las mayorías las decisiones que afectarán su futuro”. Justamente eso que les niegan a las comunidades en cada conflicto socioambiental.

(*)Licenciado en Filosofía y periodista.. Artículo publicado en el diario Perfil el 9 de julio de 2022.

 

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