Cuando todos lograron dormirse y el silencio, otoñal y lluvioso, se apoderó de la noche, las cosas de la casa imaginaron que un sábado en cuarentena podían jugar con los chicos un partido de básquet. La idea surgió de una conversación entre la mesa y las sillas, que luego de analizar la posibilidad se trasladaron al juego de living, para contárselo.
Por MARCELO SGALIA (*)
Mientras la lluvia, gruesa y ruidosa, golpeaba el techo de chapa, la mesa y las sillas pasaron al baño. El inodoro recibió la noticia y le contó el secreto al bidet al apagarse la luz. El partido del sábado empezó a tomar forma.
Se pasaron la voz hasta llegar a los electrodomésticos. A la heladera le prometieron que si aceptaba jugaría de pivot, a la cocina que actuaría de base y al lavarropas de alero; mientras los habitantes de la casa soñaban en sus dormitorios. A ellos, pensaron, se lo diremos mañana cuando se levanten. Y así fue, los muebles de todas las piezas, se enteraron con la luz del día.
Las puertas y las ventanas señalaron que ellas no dirían nada, pero todo tiene su precio. No podían perderse lo que probablemente sería el único partido de sus vidas. Ellas también querían dejar de ser por un sábado a la tarde algo más que el estresante laburo para el cual fueron fabricadas.
Después de ardúas negociaciones que se prolongaron hasta la siesta gris del otro día, todas las cosas de la casa sellaron un acuerdo. Que cada una debía tener un lugar en el partido, ese que ninguna hubiera imaginado. Si el partido se iba a jugar en las casas, todas cumplirían un rol. Recién ahí, volvieron entusiasmadas a esperar el anochecer y avanzaron con el plan.
Cuando todos los habitantes de la casa volvieron a dormir, la mesa y las sillas se comunicaron por una plataforma virtual con sus pares de las otras casas y desparramaron la noticia. Serían ellas las que convencerían al resto de las cosas, cada una en su domicilio.
Al otro día, las mesas y sillas de todas las casas jugaban con el resto de las cosas la previa al gran partido del sábado. Muchas no pudieron dormir hasta ese día y entendieron por primera vez esa adrenalina de los gurises. Se llenaron de preguntas, imaginaron mil jugadas y millones de alternativas, las invadió el miedo y la ansiedad, se llenaron de pasión y lógicamente sufrieron.
El sábado amaneció como salido de un cuento. El agua parecía haber inundado la maldita pandemia, el sol hacía brillar a los árboles desnudos y las hojas jugaban con el viento. Una hora antes, que en algunas casas fueron dos o tres, los gurises y las gurisas comenzaron a ponerse la ropa del club; como en cualquier sábado de cualquier almanaque. Se escucharon los primeros piques, y la virtualidad con la magia de internet, fue encontrando amigos y amigas en las pantallas de un celular, una tablet o una computadora. También estaban los profesores y las profesoras, en sus casas. Para jugar en todas ellas al mismo tiempo. Como nunca había ocurrido y de la forma que nadie pensó que se podía jugar.
Se llenaron de preguntas, imaginaron mil jugadas y millones de alternativas, las invadió el miedo y la ansiedad, se llenaron de pasión y lógicamente sufrieron.
Al lado de los gurises y las gurisas, en cada casa la mesa del comedor fue mesa de control. Era la dueña de la idea de este partido. En ella estaba la organización del sábado. El mantel se vistió de gala y aceptó ser el Comisionado. Los platos y los vasos eligieron ser bien guardados de los pelotazos y por eso aceptaron ir al banco. Los cubiertos se repartieron la contabilidad de los puntos y las faltas. Durante la primera noche los habían visto discutir tenazmente a tenedores y cucharas y a los cuchillos casi se les va la mano intentando mediar, hasta que cerraron el trato.
Las puertas y las ventanas marcaron los límites de la cancha: “Se juega hasta donde nosotras estamos”, indicaron. El inodoro y el bidet fueron estupendos alcanza pelotas, cada vez que la redonda pasó del comedor al baño. Después de tanto, eran los más fáciles de convencer. Estaba claro que ningún chico iba a querer jugar en el baño y ser visto por todos picando la pelota al lado de ellos.
Ellas, las sillas, se vendieron como entradas populares. En definitiva eligieron sentarse, no andaban para tanto despliegue físico. El juego de living pidió el descanso: era la platea para quienes pudieran pagarla y los minutos se podían realizar ahí.
Los electrodomésticos a la cancha. La cocina de base, el lavarropas de escolta, la heladera y la alacena de pivots. Con un chico o chica en cada casa quedó armado el quinteto inicial. Los calefactores, ventiladores, aires y demás elementos de frío o calor completaron cada plantilla y se sumaron desde la banca. A la cafetera la hicieron laburar. Alguien tenía que vender cafés. Al termo, los mates y las bombillas les pasó lo mismo. Cómo están acostumbrados a salir, no se hicieron demasiado lío con ser actores extras.
Por una vez, el partido del sábado dejó sin partido y sin gente en las tribunas a todos los clubes de la ciudad. Por una vez, las cosas de la casa no se quedaron en soledad para el partido del sábado, mascullando la bronca del último que cierra la puerta y apaga todas las luces para irse al club. Por una vez, el estresado reloj que cuelga al lado de los cuadros sirvió para algo más que para marcar la hora y los tachos de la basura recibieron las pelotas ante cada tiro y se emocionaron al ver que todos festejaban cuando entraban por ellos.
El trapo de piso se quejó con razón al ser usado como siempre, pero había arreglado eso con la mesa. Alguien tenía que ocuparse de limpiar lo que se volcaba. Las casas no estaban preparadas para ser canchas de básquet entre el comedor, la cocina y el baño.
En cada casa, las cortinas fueron banderas colgadas en la popular. Todos jugaron y las cosas de las casas devolvieron los pases y anotaron puntos. La mesa y las sillas se abrazaron a los gurises. Algunos cuentan que desde los dormitorios salió un poco de público para postergar la siesta y se convirtieron en vestuarios virtuales. Y que en muchas casas, el entretiempo se vivió en los patios, con toda la familia, y la parrilla fue cantina.
Al caer el sábado, las cosas de la casa volvieron a sus funciones habituales. Será difícil en el futuro que puedan convencer a alguien de esta historia: el partido del sábado que se jugó en cada casa, al mismo tiempo, en vivo por internet, con los clubes cerrados. Y sin árbitros. La mesa y las sillas eligieron jugarlo sin ellos. Ningún mueble de la casa hubiera aceptado el laburo de ser insultado toda la tarde. Fue maravilloso, porque por una vez nadie reclamó nada; jugaron todas y todos y la única que no pudo entrar fue la derrota, porque las puertas y las ventanas no la dejaron pasar. Tras la cuarentena, ya está agazapada la normalidad.
(*) Periodista. Prensa del club Parque Sur.
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