Este 27 de febrero Claudio Hugo Lepratti cumpliría 54 años. A modo de homenaje, El Miércoles Digital recupera y publica aquí un texto de su autoría, hasta ahora inédito, que fuera producido en 1998, cuando Pocho estudiaba en Rosario para ser profesor de Filosofía.
Por A.S., de la redacción de El Miércoles Digital
Recuperamos aquí un texto de Claudio Hugo Lepratti, el profesor de Filosofía y militante social asesinado en 2001 por la policía santafesina bajo el mando del entonces gobernador Carlos Reutemann (PJ). El Pocho, como se lo conoce desde entonces, se recibió en Rosario, y como parte de sus materias finales, produjo un ensayo filosófico que, hasta ahora, permanecía inédito. El legendario militante realizó sus estudios en el Instituto San Juan Bosco de Rosario, donde obtuvo su diploma de “Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación (con orientación en Pastoral Juvenil)”.
En el marco de esos estudios, Lepratti presentó un trabajo de investigación en filosofía (un “seminario”) al que tituló “La realización del hombre en la comunicación” (ver el link al final de la nota para descargar el facsímil). Fiel a sus creencias profundas, Pocho utilizó las perspectivas teóricas de destacados referentes de la filosofía contemporánea para realizar interesantes consideraciones respecto de la relevancia de la comunicación para la humanidad, pero no en términos abstractos, sino a partir de un ser humano situado, del hombre trabajador concreto y existente en la villa de Ludueña –precisamente el barrio donde realizaba su impresionante labor solidaria–, un hombre que sufre el desarraigo y la pérdida de sus referencias vitales anteriores: “Un habitante de la Villa, originariamente chaqueño o correntino, campesino hasta hace una década o dos, hoy obrero: albañil, panadero o metalúrgico”. El trabajo comienza con una breve Introducción, en la que se sitúa a partir de la angustia y las incertezas de ese ser humano de carne y hueso, no un sujeto teórico, sino un laburante de verdad, con el que convive en las calles de Ludueña.
Pocho analizó desde las perspectivas teóricas de la filosofía la relevancia de la comunicación para la humanidad, pero no en términos abstractos, sino a partir de un ser humano situado, el hombre trabajador concreto y existente en la villa de Ludueña.
Luego, en tres partes, Lepratti desarrolla su aproximación al respecto. De la mano de Albert Camus, el análisis de Pocho pone énfasis en “el sufrimiento profundo de todos los prisioneros y todos los desterrados, que es vivir con una memoria que no sirve para nada”. A partir de ubicar ese particular “objeto de estudio” filosófico en un ser humano de carne y hueso, despojado de lo que fueron sus marcos de referencia en el pasado inmediato, Lepratti reflexiona que un fenómeno permanece inexplicable ante “la imposibilidad de comprender las complejidades de las relaciones que existen entre un hecho y el contexto en el que tiene lugar, entre un organismo y su medio”. Por lo cual aventura un análisis basado en el evolucionismo cristiano de Teilhard de Chardin, para concluir en que “quien se apoya en las fatalidades de la naturaleza para negar las posibilidades del hombre, se abandona en un mito o intenta justificar una dimisión”.
En el desarrollo de su trabajo, Lepratti recurre también a Emmanuel Mounier y a Gabriel Marcel. Y sostiene que “la persona sólo se libera liberando. Y está llamado a liberar a las cosas como a la humanidad”. No teme incorporar ideas de Marx, por ejemplo al asegurar que cuando el marxismo piensa que la misión del hombre consiste “en elevar la dignidad de las cosas humanizando la naturaleza, está próximo al cristianismo, que da a la humanidad vocación de redimir por el trabajo, redimiéndose, a una naturaleza que el hombre arrastró en su caída”. Un enfoque que cruza, sin plena conciencia todavía, una incipiente mirada ambiental con base humanista.
“¿Qué sentido tiene una respuesta teórica, intelectual, al dolor de un hombre marginado, desesperado?”
Más adelante, y cuestionando el individualismo burgués, Pocho cita a Martin Buber, el filósofo judío que afirma que la persona humana “se torna un Yo a través del Tú”. Las otras personas no la limitan, sino que la hacen ser y desarrollarse: “No existe sino hacia los otros, no se reconoce sino por los otros, no se encuentra sino en los otros”. Y por eso es, por naturaleza, “comunicable, e inclusive es la única que puede serlo. Es necesario partir de este hecho: quien se encierra en el yo no halla jamás el camino hacia los otros”, dice Lepratti citando al poco recordado filósofo francés Emanuel Mounier.
Desde esa perspectiva, el texto de Pocho aborda lo político, lo comunitario: “Yo trato al prójimo como a un objeto cuando lo trato como a un ausente, como a un repertorio de informaciones para mi uso, o como un instrumento a mi disposición, cuando lo catalogo sin apelación, lo cual significa desesperar de él”. Alude así, aunque sin mencionarla, a una de las formulaciones más preciosas del imperativo kantiano: la prohibición de considerar a la persona humana un medio para mis fines.
Reivindica además del propio Mounier un poderoso replanteo del “cogito” ("pienso") cartesiano. Uno diferente, basado en la alteridad y muy distinto al individualista que había propuesto por Descartes (cogito ergo sum: “pienso, luego soy”). El “cogito” de Mounier (y del Pocho) se basa en el amor. El amor pleno es creador de distinciones, de reconocimiento y de voluntad del otro en tanto que otro. Por eso, el acto de amor es la certidumbre más fuerte del ser humano; este nuevo cogito "da existencia irrefutable: amo, luego el ser es y la vida vale la pena de ser vivida”. Tratar al otro como a un sujeto, es decir como a un ser presente –afirma– es reconocer que no puedo definirlo ni clasificarlo, es es concederle crédito, es “esperarlo”, “esperanzarlo”. Y por eso “desesperar de alguien es desesperarlo”.
Porcho retoma el cogito que propone Mounier: "Amo, luego el ser es y la vida vale la pena de ser vivida”.
El razonamiento lo lleva, de ese modo, a rechazar un esencialismo antropológico: las personas pueden cambiarse a sí mismas y cambiar su entorno, porque las personas pueden comunicarse. “Hay un mundo de las personas. Es necesario que haya entre ellas una medida común, nuestro tiempo rechaza la idea de una naturaleza humana permanente, porque toma conciencia de las posibilidades aún inexploradas de nuestra condición”. Aunque hace equilibrio con conciencia de la dificultad a la que esa conclusión lo arrastra: “Esto no implica negar al hombre toda esencia y toda estructura. Si todo hombre no es sino lo que él se hace, no hay ni humanidad, ni historia, ni comunidad”.
Este sentido de la humanidad una e indivisible aparece profundamente inmersa en la vida moderna de igualdad, asegura. Ve una conexión entre la idea cristiana primigenia de “un género humano con una historia y un destino colectivo del que no puede ser separado ningún destino individual” (la Iglesia de las comunidades de los primeros siglos, aquella que temió el poderoso Imperio Romano hasta que la absorbió quitándole todo impulso transformador) y “el universalismo del siglo XVIII y luego el marxismo”. Y se apoya en quien cita como “el teólogo de Ludueña”, el sacerdote Edgardo Montaldo (fallecido en 2016), recuperando su propuesta de “volver a las primeras comunidades cristianas donde no había entre ellos necesitados”.
En tiempos en que se hablaba mucho del “fin de la historia” (la tesis del filósofo del Departamento de Estado de los EEUU, Francis Fukuyama, según quien el capitalismo y la democracia iniciaban una era feliz de estabilidad eterna) Lepratti rechazaba de plano esa idea: “No podemos estar al final de los tiempos, en el fin de la historia. Recién comenzamos, está todo por hacer, hemos dejado la adolescencia y comenzamos a crecer en conciencia, queda casi todo el camino a recorrer”.
“La idea de un género humano con una historia y un destino colectivo del que no puede ser separado ningún destino individual se opone a la existencia de marginados”.
En las conclusiones de su ensayo, Pocho Lepratti afirmaba: “Creo que cada persona es un mundo, una geografía, sobre la que ella misma, y sólo ella, tiene las herramientas para operar. Así es que no podemos, si no es con ella, dar respuestas a las preguntas, al sinsentido de nuestro hombre desarraigado. Tenemos elementos como para arriesgar que desde su surgimiento a lo largo de miles de millones de años el hombre fue configurado en función de la comunicación, comunión, del trascenderse a sí para llegar a ser”. Para eso, sostiene, la humanidad debe reconocer la necesidad de la participación dialógica de cada ser humano para que sea posible un mundo real.
Se trata en suma de un trabajo caracterizado por un humanismo profundo y esperanzador, con elementos tomados de perspectivas filosóficas heterogéneas (y a veces contrapuestas) en donde procura conciliar un comunitarismo de raíz cristiana con una mirada informada por datos de la ciencia (evolucionismo) y una intuición superadora del dualismo predominante en la filosofía occidental (“No puedo pensar sin ser, ni ser sin mi cuerpo”).
“Cada persona es un mundo, una geografía, sobre la que ella misma, y sólo ella, tiene las herramientas para operar”.
Pero lo más revelador del texto es comprobar hasta qué punto Pocho Lepratti estaba comprometido con esa perspectiva: es la que, claramente, impregnó todo su accionar de solidaridad, de fe en la capacidad colectiva de organizarse ante la injusticia, ante la desigualdad, ante la opresión. La que marcó el trabajo que desarrolló en el barrio de Ludueña y entre los jóvenes excluidos en la ciudad de Rosario.
Quienes, pocos años después, ya acontecida la tragedia, descubrieron con asombro la labor de Claudio en las barriadas rosarinas, vislumbrarán su silueta en los conceptos filosóficos a los que se asomó en los momentos de su formación, ya embebidos por lecturas que proponían un diálogo entre seres humanos, una capacidad de empatía para pensar en "un mundo en el que haya lugar para todos los mundos", un yo que es inconcebible sin un tú, en fin: una concepción de la vida y la convivencia en la que la riqueza está en la persona y no en los bienes, y en donde como diría Paulo Freire, "nadie libera a nadie, nadie educa a nadie: los seres humanos se liberan y se educan en comunión".
“El que se encierra en el yo no halla jamás el camino hacia los otros”, dice Lepratti, retomando al poco conocido Mounier.
La hormiga está entera en este texto cabal y genuino construido seguramente a las apuradas en medio del trabajo para sobrevivir y del trabajo para vivir, en plena batalla filosófica entre las calles de pesadumbre de la villa y de gloria de la humanidad redimida en cada acción compartida. Se lo acaricia al Pocho de la ternura en este material hasta ahora inédito, que permite conocer un poco más cómo pensaba el Ángel de la Bicicleta y sobre qué sustentos conceptuales descansaba la impar labor que desarrollaba en busca de ese ser humano concreto, de carne y hueso, ése que alguna vez lo vio pasar en su bici, lo vio organizar a la gurisada para sacarla de las cadenas de un sistema injusto y para pocos, y tal vez, un día aciago, lo vio morir atravesada su tráquea por un infame balazo policial.
En este texto, como en el recuerdo de quienes lo conocieron y en la memoria de quienes lo honran, Pocho vive.
Y por suerte, vive también su pensamiento.
LINK: Facsímil del ensayo de Pocho Lepratti.
Agradecimientos: a Gastón Ibáñez y Gustavo Trotta, quienes facilitaron el trabajo de Claudio Lepratti en base al que se elaboró esta nota.
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