Erik Olin Wright fue uno de los más destacados pensadores del marxismo analítico, postuló un optimismo de la inteligencia como estrategia de construcción de un mundo mejor. En su obra (que aquí se comenta brevemente) propuso una fórmula mucho más sencilla (y probada) de lo que pareciera a simple vista: más democracia en todos los terrenos como antídoto contra el capitalismo.
(*) Por AMÉRICO SCHVARTZMAN
Casi como en la canción de Silvio Rodríguez, el gran pensador se despidió de sus amistades diciendo “Me muero como elegí”. Lo comentó en su blog al comenzar este año 2019: “Me quedan tres o cuatro semanas de vida”. Explicaba allí que ante el cáncer de hígado, había decidido (y se lo había comunicado a sus médicos) maximizar sus energías para seguir escribiendo hasta el final, y para poder despedirse de su familia y sus seres queridos. No se quejaba: “Fueron 72 años maravillosos”, escribió. Las posibilidades de sobrevivir algún tiempo más estaban asociadas a una pérdida de su autonomía y de su conciencia. Por eso optó: “Me queda una cantidad limitada de tiempo en esta maravillosa forma de polvo de estrellas. No siento ningún terror. No tengo ningún miedo”. El 23 de enero, un tuit de uno de sus alumnos confirmaba la muerte de Erik Olin Wright.
EL CAMBIO YA EMPEZÓ
Sociólogo destacado y expresión clave de la corriente conocida como “marxismo analítico”, Wright decía que “el mundo no está preparado para ir hacia una forma alternativa basada en la solidaridad, la igualdad y la democracia. Nosotros debemos preparar al mundo para eso. Las alternativas son creadas por seres humanos que se reúnen y deciden”. Como parte de su convicción se dedicó a estudiar “utopías reales”, como por ejemplo las cooperativas de trabajo, las “empresas recuperadas” de la Argentina: “Una forma de convertir una empresa capitalista en una cooperativa gestionada por sus trabajadores. Hay dos formas diferentes en las cuales se forman las cooperativas. Una forma es cuando un grupo de gente se junta y decide empezar un negocio con lógica de cooperativa más que desde las bases capitalistas convencionales. Entonces, los trabajadores autogestionan una firma democráticamente y toman sus propias decisiones. Otro modo se da cuando los trabajadores transforman una empresa capitalista existente en una cooperativa”.
“El mundo no está preparado para ir hacia una forma alternativa basada en la solidaridad, la igualdad y la democracia. Nosotros debemos prepararlo mundo para eso” señalaba Wright.
Wright estaba seguro de que ése es el camino por el cual la humanidad va a avanzar en formas de organización social diferentes. Y estaba convencido de que ese camino ya comenzó a ser transitado pero no por gobierno o revolución alguna, sino por las formas concretas que seres humanos a lo largo y a lo ancho del planeta vienen desarrollando desde hace tiempo. Y esa convicción no se basaba en ningún dogma, en ninguna supuesta planificación de transformaciones revolucionarias futuras, sino en datos. En hechos. Y en un análisis riguroso, de base marxista pero “sin boludeces”. Para que su mirada se comprenda mejor, conviene citarlo textualmente:
“Si se piensa en quinientos años atrás, no ocurrió que un grupo de comerciantes, banqueros y artesanos se sentaron alrededor de la mesa y dijeron: ‘Odiamos el feudalismo, ¿cómo podemos destruirlo?’. No. Construyeron alternativas al feudalismo en las ciudades, en pequeños espacios, donde pudieron, y luego expandieron esos espacios y lo hicieron en colaboración con segmentos de la clase feudal, que encontró ventajoso permitir que el capitalismo surgiera y se desarrollara a pesar de que en el largo plazo su surgimiento y desarrollo socavaría las bases del feudalismo. Así que mi visión en pos de transformar el capitalismo tiene ese carácter. La idea de ‘utopías reales’ combina esfuerzos para resolver problemas dentro del capitalismo y neutralizar los daños con el esfuerzo de erosionar el capitalismo mediante la construcción de alternativas”.
UTOPIAS REALES QUE CRECEN DESDE EL PIE
Pocos años atrás Erik Olin Wright anduvo por el Río de la Plata, presentando su libro más reciente: Construyendo utopías reales (2014). Un libro singular, sin duda: en un contexto global donde las desigualdades crecen sin freno –desigualdades tanto socioeconómicas como en relaciones de poder– la búsqueda de alternativas al capitalismo aparece como un desafío ético. Pero lo apasionante es que la aparente paradoja del título (¿utopías reales?) es abordada con una estrategia sencilla, bien “analítica”: saltando sobre la dogmática obviedad de que cualquier propuesta de repensar lo establecido será tachada de “utopía”.
El magistral trabajo de Olin Wright sienta las bases para un conjunto de alternativas concretas a la forma de organización socioeconómica que denominamos capitalismo. Ese conjunto de alternativas está documentado y es fruto de un relevamiento sistemático de prácticas rigurosas y comprometidas, pero además exitosas: utopías existentes, bien reales, que según Wright están llamadas a convertirse en un hito del pensamiento social del siglo XXI.
Presentado por algunos críticos como un planteo ingenuo u optimista, la mirada de Wright se asentaba sobre un optimismo de corte gramsciano, “esencial si se quiere transformar el mundo”. Las experiencias exitosas que señala en su trabajo van desde las empresas recuperadas de la Argentina (a las que vino a conocer y estudiar) hasta las instancias de presupuestos participativos en diferentes ciudades del mundo; desde la labor voluntaria cooperativa que se expresa en las redes de software libre o en Wikipedia –donde miles de personas que no se conocen entre sí trabajan gratis para poner conocimiento en manos de todos– hasta los millones de voluntarios que en todo el planeta hacen posible una innúmera cantidad de actividades en las que criterios como “beneficio”, “utilidad” o “conveniencia” no tienen ningún sentido si no son colectivos; desde huertas comunitarias que permiten la supervivencia de comunidades aborígenes hasta ideas innovadoras como la renta básica universal, son todos inspiradores horizontes hacia otro mundo de “igualdad social, libertad genuina y desarrollo de las potencialidades humanas”.
Para Wright, la forma de trascender el capitalismo es a través de un proceso creciente de democratización.
Si para André Gorz la salida del capitalismo ya empezó, para Erik Olin Wright ese mundo diferente está construyéndose ante nuestros ojos, aunque no estemos demasiado atentos a esa trabajosa construcción que, como la pared, “crece por hiladas” y lo hace, claro, “desde el pie”. No desde arriba.
MARXISMO “NON-BULLSHIT”
Wright, nacido en 1947 en Berkeley (USA), es uno de los pensadores clave del marxismo analítico, una corriente académica nacida como reacción al dogmatismo y oscurantismo hegemónico en el panorama mundial del pensamiento marxista, y no solo al marxismo de la Academia Soviética (que para esa época aun existía). Una reacción a lo que calificaban como “Bullshit Marxism” (“bullshit” en inglés equivale a “boludeces” o “tonterías”). El grupo postulaba entonces un “Non-Bullshit Marxism” (“marxismo sin boludeces”) y su intención era construir un análisis riguroso de las temáticas tradicionales del marxismo pero suprimiendo categorías filosóficas imposibles de comprobar empíricamente, así como los elementos dogmáticos y metafísicos presentes en el pensamiento de Karl Marx. Entre los representantes más destacados de ese grupo, además del propio Wright, se encuentran Gerald Cohen, John Roemer, Jon Elster, Adam Przeworski y Philippe van Parijs.
Wright gozaba de gran respeto académico porque en sus trabajos había revisado la teoría de las clases sociales, lo que reflejó en libros como Clases (1985), donde propuso la noción de las “localizaciones de clase contradictorias”, que contribuye a comprender los problemas que presenta la definición de las clases medias: las personas que pertenecen a ellas se sitúan en varias clases distintas con intereses contradictorios.
CAPITALISMO SEGÚN WRIGHT
Aunque el término tiene varias y variadas interpretaciones en la discusión académica, Wright entiende al capitalismo como una economía de mercado combinada con una estructura social en la que existen al menos dos clases enfrentadas. En este sentido señala que cualquier sistema económico, ya sea capitalista, estatista o cooperativista, siempre será “de mercado” en la medida en que en él se coordinan intercambios voluntarios, ofertas, demandas y precios. En otras palabras, el mercado es preexistente al capitalismo y es posible pensar (y de hecho existen) mercados en los que los medios de producción estén en manos del Estado o sean gestionados por los propios trabajadores. Lo que caracteriza al capitalismo es el modo en que los propietarios del capital ejercen su poder a través de las empresas y el sistema económico.
Y si hay capitalismo, hay anticapitalismo: Wright identifica en esa lucha dos tipos de motivaciones fundamentales que son los intereses de clase y los valores morales. Podemos estar en contra del capitalismo porque daña los intereses materiales de nuestra clase social o porque ofende un conjunto de valores morales que nos parecen importantes.
El problema es que aunque hay muchas personas que tienen (o creen tener) sus intereses de clase bien definidos, la complejidad del capitalismo actual hace que haya grupos grandes de personas cuyos intereses de clase no están tan claros. Eso es lo que llama “posición contradictoria de clase”: personas que sin ser propietarios de medios de producción participan de la explotación de otras (un gerente de empresa) o por el contrario, personas que poseen medios de producción pero no explotan a nadie (la miríada de pequeños propietarios o productores autónomos), todo lo cual requiere repensar a qué llamar “clase trabajadora”. Será entonces aquella que no posee los medios de producción y no es autónoma en su trabajo. Por otro lado no se dieron los procesos de pauperización y de homogeneización de la clase obrera que preveía el marxismo clásico, lo que produciría la toma de conciencia anticapitalista. Más bien ha ocurrido todo lo contrario en cualquier país medianamente desarrollado (más allá de las cíclicas crisis).
De manera que una perspectiva anticapitalista contemporánea no puede basarse únicamente en los intereses materiales de clase: debe estar fundamentada en ciertos valores morales, que según Wright son igualdad/justicia, democracia/libertad y comunidad/solidaridad (es fácil relacionarlos con los ideales de liberté, egalité y fraternitéde la Revolución Francesa.
“La idea de ‘utopías reales’ combina esfuerzos para resolver problemas y neutralizar daños dentro del capitalismo con el esfuerzo de erosionarlo mediante la construcción de alternativas”.
HACIA DÓNDE
¿Puede haber un anticapitalismo sensato cuando todas las opciones que se presentaron como sus alternativas superadoras fracasaron económicamente o terminaron siendo pesadillas autoritarias que violaron derechos y libertades de los ciudadanos? ¿No es gracias al capitalismo que disfrutamos de confort, smartphones, Netflix, lavarropas, Internet, y todo aquello que nos permite vivir como jamás en la historia se había soñado? Sí, pero también caracterizan al capitalismo el absoluto fracaso en desterrar la pobreza, el agravamiento de las desigualdades, la amenaza de destrucción del planeta y la creciente desesperanza para millones en todo el mundo.
Para Wright, “uno de los objetivos de la transformación y emancipación sociales es crear un mundo en el que sea más fácil para la gente ser amable y generosa”. ¿Cómo hacerlo en un contexto dominado por un discurso triunfalista del capitalismo y en el cual “quejarse del capitalismo es como hablar del mal tiempo: te hace sentir bien pero no cambia las cosas”? Allí es donde enarbola un gramsciano “optimismo del intelecto”, para explorar alternativas realizables: las “utopías reales”, construcciones teóricas de carácter normativo, que apuntan a cómo podrían rediseñarse las instituciones sociales para generar cambios hacia una sociedad más igualitaria, pero siempre a partir de aspectos empíricos: utilizando como insumos experiencias concretas, instituciones reales.
Para Wright hay tres grandes poderes fácticos: el económico, el estatal y el social, y señala que la alternativa consiste en reforzar el poder social, entendido como la capacidad de movilización, cooperación voluntaria y acción colectiva, a través del rediseño de los arreglos institucionales vigentes. En sus palabras, se trata de “expandir y profundizar el componente socialista para alcanzar mayor empoderamiento social”. La vieja idea de subordinar el poder económico al poder social, tan rica y poderosa en las viejas corrientes de la izquierda, antes de que las experiencias autoritarias hicieran que se identificaran ficcionalmente dos de esos grandes poderes (el estatal y el social) dando lugar a las experiencias dolorosas (y trágicas en la mayoría de los casos) de los llamados “socialismos reales”.
En otras palabras, “socialismo” no es sinónimo de “estatismo” (como se creyó, como aun se cree en tantos sectores de pensamiento cooptado por los autoritarismos de izquierda) sino que se trata de la profundización de la democracia, entendida desde una posición fuertemente participacionista y no desde una concepción elitista, como la que caracteriza tanto a populistas como a liberales y republicanos clásicos, quienes creen que la sociedad es como un niño pequeño que debe ser guiado y conducido, y nunca sus opiniones o decisiones tenidas en cuenta.
Para Wright, por el contrario, el socialismo es entendido en este sentido como una “democracia económica”. Por eso se trata de democratizar la economía en cada lugar donde sea posible hacerlo. No es nada más ni nada menos que la vieja idea que el socialismo introdujo en la discusión pública hace ya unos 200 años. Jean Jaurès la había formulado de esta manera: “La democracia es el mínimo de socialismo y el socialismo es el máximo de democracia”. O como el concepto técnico de socialismo que postuló Durkheim cuando definió así a toda doctrina que reclama “la incorporación de todas las funciones económicas, o de algunas de ellas que actualmente son difusas, en los centros directores y conscientes de la sociedad”.
Pero lo más importante es que Wright sostenía (como la premio Nobel Elinor Ostrom) que ese proceso ya comenzó: la cooperación, la administración y gestión comunitaria de empresas y de bienes comunes tienen una enorme experiencia exitosa en todo el mundo. Precisamente por demostrarlo Ostrom recibió ese galardón.
SIETE VÍAS, TRES ESTRATEGIAS
Wright enumera siete vías para alcanzar la meta de acrecentar el poder social. Esos caminos van desde la regulación estatista hasta el “socialismo participativo”, pasando por algunas variantes de la socialdemocracia y del socialismo de mercado. Cada uno de estos modelos presenta algún tipo de acuerdo favorable al empoderamiento social, lo cual se hace factible sólo si se implementan conjuntamente. Así, tanto la regulación estatal (que no es lo mismo que el estatismo autoritario) como las asociaciones voluntarias de la sociedad civil, organizadas con el fin de producir bienes y servicios, confluyen en el mismo sentido. La participación de los trabajadores en la organización y en la propiedad de las acciones de las empresas (como ejemplo, las empresas recuperadas pero de ningún modo debería ser solo allí), la participación social en la elaboración de políticas públicas y en el control de su ejecución (por ejemplo en los presupuestos participativos) son algunas formas de constituyen “arreglos institucionales” alternativos.
Así, la forma de trascender el capitalismo es a través de un proceso creciente de democratización. La democracia no es un simple procedimiento de selección de candidatos, ni se agota con la vigencia de ciertas libertades. En otras palabras, las democracias actuales son apenas primeras aproximaciones a una sociedad verdaderamente democrática: cuanto más democrática sea una sociedad, más humana e igualitaria devendrá.
Wright analiza tres tipos de estrategias de transformación social: la rupturista, la intersticial y la simbiótica. Esas denominaciones surgen de la actitud ante las instituciones vigentes: la primera (características de la tradición socialista revolucionaria) implica una ruptura total; la segunda (típica del anarquismo) sugiere la construcción de nuevas instituciones en las hendijas del sistema: así nacieron las cooperativas y los sindicatos. La tercera es la que Wright considera con más chances: la que intentó la tradición socialdemócrata, que supone aprovechar las instituciones vigentes para producir cambios cuantitativos que al final terminen impulsando cambios cualitativos. Una estrategia de “adaptación evolutiva”, en cuyo desarrollo se puede utilizar al Estado para solucionar problemas e incrementar el poder social.
Para Erik Olin Wright ese mundo diferente está construyéndose ante nuestros ojos, aunque no lo estemos detectando.
EL DESTINO NO ESTÁ ESCRITO
Wright no descarta la combinación de las tres estrategias cuando las situaciones lo ameritan. Por ejemplo, determinados asuntos requieren estrategias rupturistas: la cuestión del cambio climático, el desastre al que nos conduce la actual forma de producción de energía, no admite otro tipo de estrategias.
Es más: para él, un proyecto a largo plazo que pretenda tener perspectivas de éxito debería afrontar el complicado problema de combinar esas estrategias. A esa combinación la llama “erosión”. Todas ellas presentan problemas, ninguna garantiza el éxito, pero en diferentes momentos y lugares, una u otra puede ser la más eficaz, aunque normalmente ninguna de las tres alcanza por sí sola. A fin de cuentas, la evidencia histórica no da ningún motivo para pensar que el capitalismo será demolido, transformado o derribado de un día para otro, porque nada en la historia natural ni mucho menos en la historia humana, ha sucedido de ese modo: la modificación de cualquier estado de cosas siempre pasa por diferentes tipos de transformaciones, a veces por acumulación de cambios graduales, a veces con saltos o rupturas, pero siempre en dilatados y trabajosos procesos, jamás de un día para el otro. Para volver al ejemplo citado por Wright en el inicio de esta nota: solo hay que mirar el paso del feudalismo al capitalismo, donde no hubo una revolución que arrasara con todo lo anterior; no fue otra cosa más que un proceso de erosión. Claro que la imagen de la toma del Palacio de Invierno, o la caída de la Bastilla, son potentes y simbólicas. Pero son solo eso.
En cualquier caso, no hay garantías de éxito. Nadie puede determinar por anticipado el alcance de ninguna de las vías ni de su combinación. Pero a no desesperar: esto no es algo exclusivo de la ciencia social o del socialismo, sino que la contingencia e incertidumbre de cualquier escenario posible se aplica también al sistema hegemónico vigente. “Dada la profunda incertidumbre acerca del futuro, tiene sentido mantener viva la llama de un conjunto de propuestas normativamente atractivas y coherentes dentro de nuestra imaginación igualitarista radical”.
UN ADIÓS CONSCIENTE Y COHERENTE
“Parece bastante mezquino quejarse después de haber vivido 72 años en esta extraordinaria forma de existencia que pocas moléculas en el universo llegan a experimentar”, dejó escrito Erik Olin Wright en su nota de despedida. “De hecho, utilizar la palabra ‘experiencia’ es maravilloso. Los átomos no tienen experiencia. No son más que materia. Todo lo que soy es materia. Pero organizada de forma tan compleja a varios niveles, que es capaz de reflexionar sobre sí misma y lo extraordinario que ha sido estar vivo y consciente de estar vivo”.
“Me encuentro en este rincón privilegiado de lo humano que ha conseguido, contra todas las probabilidades, no vivir una existencia de miedo y sufrimiento por las crueldades de nuestra civilización, que nunca ha sentido el miedo por el hambre, por su seguridad física, que siempre ha tenido los recursos necesarios para sacar adelante a su maravillosa familia, a sus hijos, en un entorno en el que creo que ellos también han sentido la seguridad física y han dispuesto de las necesidades básicas para florecer”.
En el prólogo de su obra Construyendo utopías reales, Wright había explicado por qué y cómo decidió utilizar esa posición privilegiada, negada a tantos otros congéneres de la especie humana: “Decidí aprovecharme de este privilegio extraordinario, no para llevar una vida de autoindulgencia sino para crear significado para mí y los demás intentando hacer del mundo un lugar mejor”.
En su carta de despedida también dijo: “Creo que mis intentos obstinados por revitalizar la tradición marxista y hacerla más relevante para la justicia y transformación sociales están asentados en un entendimiento científicamente válido de cómo funciona el mundo de verdad. No tengo quejas. Moriré en unas pocas semanas, satisfecho”, era como coronaba la carta. “No estoy feliz por morir, pero sí profundamente contento con la vida que he vivido, y que he podido compartir con todos vosotros”.
(*) Artículo publicado en La Vanguardia Digital el 25 de enero de 2019.
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