El Mundial y sus circunstancias son una oportunidad inmejorable para reflexionar. De hecho ha desencadenado cataratas de palabras, muchas de ellas “flatus vocis”, patrioteras, de compromiso, de ocasión y hasta de oportunismo por parte de quienes dedican su vida a subirse al carro del vencedor. Esta nota –que quizás no escape a esa enumeración– propone ocho módicas cavilaciones surgidas de un mes viviendo en pelotas.
Uno. El opio del pueblo y las reflexiones fuera del recipiente
La frase de Marx sobre la religión (“es el opio del pueblo”) suele ser usada –reemplazando “religión” por “fútbol”– por “intelectuales” como si emanara de su sabiduría una verdad indiscutible. Pero la frase tiene su contexto, y no es el que sus frecuentadores creen. Marx escribió esa expresión en la “Crítica de la filosofía del derecho de Hegel” (1843). Pero ¿qué dice Marx ahí? Vale la pena leer el párrafo:
“La miseria religiosa es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la protesta contra ella. La religión es el sollozo de la criatura oprimida, es el significado real del mundo sin corazón, así como es el espíritu de una época privada de espíritu. Es el opio del pueblo. La eliminación de la religión como ilusoria felicidad del pueblo, es la condición para su felicidad real”[1].
Expresión y a la vez protesta contra la miseria real. Claro, porque la religión era (¿es?) la promesa de una vida mejor, aunque después de esta vida. Para Marx, la crítica a esa promesa no se hace para que se acepte la realidad social, sino todo lo contrario, para sacudirla y organizar nuevas formas de convivir. De hecho, más adelante pone como ejemplo histórico de una revolución gestada desde la religión a la Reforma Luterana, “revolución nacida en el cerebro de un monje”. Apa. ¿Entonces la religión a veces puede no ser opio sino revolución? Sí, en efecto, eso dice Marx.
Así que cuando alguien de nuestros intelectuales se da corte con eso de “el fútbol es el opio de los pueblos”, que se sepa: está “reflexionando fuera del recipiente”, como dirían Les Luthiers. Y no solo fuera de contexto.
Dos. Metáforas mundialeras.
De los 26 jugadores convocados por Scaloni solo uno juega en el fútbol argentino, esa actividad llena de gente noble en clubes pequeños de todo el país pero también de clubes enormes, muchos de ellos fundidos o endeudados mientras sus dirigentes están podridos en guita. Dirigentes que además (invariable, inexorablemente) son funcionarios de gobierno, o dirigentes sindicales, empresariales o partidarios. Es un porcentaje insignificante: menos del 4% de la élite de ese deporte.
Es cierto: donde muchos ven a apasionados jóvenes que aman una camiseta y lo dan todo por ella, otros pueden ver a veintipico multimillonarios. Pero ese es apenas un detalle de color. Porque en realidad las referencias de élite de cualquier disciplina en el mundo (de cualquiera, eh: artes plásticas, cine, teatro, filosofía, rock, ballet, la que se nos ocurra mirar) son también multimillonarias.
¿Habrá más estadísticas de ese tipo? ¿Habrá otras actividades en la Argentina en las que ocurra algo así, donde menos del 4% de quienes se destacan en ella trabajan en el país? ¿Ocurrirá en la ciencia? ¿En el arte? Todos conocemos gente talentosa que labura en (o para) el exterior, porque el reconocimiento que reciben es mucho mayor (el reconocimiento, siempre, es cuánto retribuyen ese trabajo, como lo sabían Marx, Alberdi, Maquiavelo y Perón). ¿Será ese nuestro destino generalizado? ¿Y cómo salimos del desastre que es nuestro país (todos conocemos las estadísticas: casi la mitad de nuestra gente bajo la línea de pobreza; la mitad de quienes laburan, en condiciones informales; la inédita concentración de riqueza; el crecimiento de la desigualdad; el extractivismo a full; el mayor porcentaje de uso de agroquímicos en el planeta; la inflación en el podio de las más altas del mundo, etc) si lo mejor de nuestra gente trabaja afuera o para afuera?
Para nuestras generaciones jóvenes esa es la conclusión evidente de sus cortos años de experiencia: para ser y hacer algo en este mundo, hay que irse de acá, hacer todo lo contrario de sus ancestros, que vinieron aquí para ser personas libres y respetadas, para vivir en paz y armonía. Eso también es parte de lo que muestra, a quien quiera mirar sin anteojeras, esta fiesta que las mediocres élites nacionales de todo tipo, celebran con alegría indisimulable mientras –oficialistas y opositores– tratan de apropiarse de logros ajenos.
Aunque la pelota se manche (contradiciendo al gran Diez) la Selección muestra otra cosa, y por eso vale revisar qué es, en medio de la enorme ola de emoción y disfrute de la que (casi) toda la población formamos parte por estos días.
Tres. Una joya en el barro de la estupidez.
Cada conferencia de prensa de Scaloni fue un baño de sensatez ante tanta imbecilidad masificada. En una de ellas, por ejemplo, pidió con sencillez y tono amable que recordemos que lo único que está en juego cuando la Selección sale a la cancha es un partido de fútbol. Nada más. (Y no la Patria, ni la Dignidad Nacional, ni las Malvinas, ni nada de eso).
Se habló bastante de la suspensión de la incredulidad. Sí, está bien, eso vale en el arte. Y el fútbol (al menos el momento del juego) es una forma de arte. Pero la suspensión del pensamiento crítico (me parece) no es lo mismo. Al menos éticamente. El uso descarado de los medios durante este mes no fue cuestionado ni por los habituales analistas de medios que evalúan agudamente cómo trabajan para los sectores hegemónicos (sobre todo cuando la gente no los vota) ni por la élite de la intelectualidad argenta, que pareció suspender por un mes su capacidad de pensamiento crítico, más que su incredulidad.
Que Scaloni dijera esa verdad tan transparente, aunque nadie le dé ni cinco de pelota, que alguien (y nada menos que él) intente mantener la sensatez en medio de la estupidez planificada, me parece admirable. Reiteró conceptos similares incluso tras alzar la copa. Y aunque la apacible amargura (o escepticismo) de su tono permita creer que es consciente de la futilidad de su intento, lo banco también en esa, otra de las muchas lecciones de la Selección.
Cuatro. Lecciones éticas.
Sí, hay enseñanzas éticas de este grupo. Y no importa, para este análisis, el lugar del podio que lograron alcanzar. No. La recompensa, esta vez, fue el camino. Cómo se llegó a ese podio.
Las lecciones éticas subyacen a las emociones compartidas, a ese disfrutar y vibrar y sufrir con un grupo que durante un mes permitió a mucha gente identificarse con lo que (casi) todos percibimos como deseable, como lo valioso en la vida. Incluso con Scaloni con el pulso justo para cerrar una conferencia de prensa (después de un triunfo, en un Mundial) con el acompañamiento explícito a su pueblo, Pujato, por una tragedia ocurrida ese día. Como para recordarnos qué es lo importante en la vida.
Otra de esas lecciones contradice el sentido común argento (neoliberal o populista, no importa) que implica que en un juego colectivo y de cooperación como lo es el fútbol (más aun como lo entendemos nosotros) se insista en idealizar o idolatrar individualidades. Pese a que esas personas, como el caso de Leo Messi, todo el tiempo aclaran que lo importante es lo colectivo, que lo individual es secundario: “El mérito es de este grupo, que está por encima de las individualidades”, dijo el Diez en su cuenta de Instagram.
A revisar, entonces. Por ahí gracias a la Selección comprendemos mejor que el futuro es cooperación, no competencia.
Cinco. La pelota sí se mancha.
Hay gente (¿ingenua, cómplice, terca?) que sigue creyendo que “la pelota no se mancha”. Para quienes creen eso, vale la pena ver el documental “FIFA Uncovered” (en español lo titularon “Los entresijos de la FIFA”). Está en Netflix. Pone en el tapete cómo la FIFA pasó de ser una asociación internacional de bienintencionados dirigentes deportivos a una mafia comandada por el afán de lucro, a partir del ascenso de Joâo Havelange. Y muestra el rol central que tuvo el Mundial de Argentina 78 en la consolidación de ese camino irresistible.
El uso del deporte competitivo como forma de blanquear regímenes aberrantes tiene larga historia, y el documental pone tres casos en un mismo nivel: las Olimpíadas de Berlin bajo el nazismo, en 1936; el Mundial de Argentina 1978 bajo dictadura militar; y ahora Qatar 2022, en un país que combina un régimen medieval con la tecnología de punta, gracias a que nada en el dinero sucio de los combustibles fósiles, causa central del desastre climático al que se asoma la humanidad, gracias a dirigencias putrefactas como las del petróleo. Y en medio del Mundial se supo que coimeó a las más altas dignidades (ja) de la Unión Europea para blanquear imagen.
Pero es tabú cuestionar cualquier cosa que sea “popular”. Asombra (al menos a mí) la complicidad de intelectuales, personas del mundo académico, referentes sociales y pensadores “progres” con el emporio burgués que organiza esta fiesta en la que (como diría el gran Juan L. Ortiz) uno preferiría no estar “porque sabemos de qué está hecha”.
Y esto sin perjuicio de que, como cualquier otro imbécil (o como cualquier griego panhelénico en los tiempos de las Olimpiadas de la Hélade), yo también me hipnotice horas viendo jugar a la flor y nata del fútbol mundial, me emocione con jugadas impares o llore como gurí chico si la élite argentina de este deporte (en especial Leo Messi) levanta la copa. Así somos. Como sintetizó el Gringo Villanova: quiero boicotear Qatar, pero también quiero ver a Messi y a la “scaloneta” campeones del mundo.
Seis. La dinámica de lo insoportable.
Poco antes del inicio del Mundial, dos semanas, en el basural de Paraná moría un gurí en esa condena en vida que es la supervivencia a partir de los desechos de sus copoblanos, en esa síntesis de violación múltiple de derechos humanos que no parece preocuparle demasiado a ninguno de los organismos estatales dedicados (supuestamente) a protegerlos… Y mientras eso ocurría en la capital provincial, el Banco de Entre Ríos (el banco “oficial” de la provincia, aunque hace rato no es de la provincia sino de un grupo burgués amigo del peronismo) regalaba viajes a Qatar.
Pocos ejemplos más emblemáticos de la injusticia garantizada desde el Estado y sus socios capitalistas. Ese Estado que es, legalmente, garante de los derechos humanos de ese gurisito (y de cada persona que cada día va a revolver los residuos de las demás para procurarse su comida).
Y así celebramos que la TV Pública usa su presupuesto para garantizar el derecho humano a ver el Mundial, mientras esperamos que en cualquier otra ciudad del país, no muera otro gurisito atropellado por un camión recolector mientras busca comida en un basural. A nadie le importa demasiado. Promovemos una ciudadanía cuyo modelo es una mezcla de Homero Simpson y Pepe Argento, necio y orgulloso de serlo, como el que muestra un chiste de Tute: en una mesa del bar, un tipo le dice a otro “Eso del Mundial es para tapar la realidad política, económica y social”. El otro, embanderado con los colores de la Selección, responde: “Y a mí qué me importa”.
Bien mirado, el solo hecho de que el chiste nos cause gracia es una desgracia.
Siete. Lo más noble.
Se puede cuestionar todo y criticar todo, y me encanta que así sea y lo hago y defiendo que lo haga todo el mundo. De eso se trata el pensamiento crítico. Y eso incluye el Mundial y la FIFA y la Santa Virgen, le pese a quien le pese. Pero lo que no se puede, en mi opinión, es no respetar (si no se las comparte) las emociones más profundas que genera en nuestras gentes. Lo único puro, limpio, que no se mancha, que no se compra y no se vende.
Un ejemplo de eso lo proporcionó un vendaval de mensajes en las redes sociales de personas como el de Karla Daniela Medina Gutiérrez, cuyo texto no me resisto a reproducir: “Soy boliviana y quiero a Argentina campeón, es un país bello con gente muy destacada en muchas ramas. Soy inmensamente agradecida porque es el país que me acogió con mi hijo para hacer su tratamiento que su propio país le niega. Tengo un amor grandísimo y un agradecimiento y si es esto lo que más desean ahora, le pido a Dios se los conceda y disfruten a su equipo campeón. Cuando sea vieja quiero contarles con ilusión a mis nietos que yo viví en la era de Messi y lo vi ser campeón. Todo lo mejor para mañana”.
Ocho. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
El fútbol no es solo un juego. Es mucho más. Pero no en el sentido en el que lo usan los sectores dominantes, que todavía emplean como insulto la palabra “vulgar” (hermosa palabra, que en latín significa “gente del común”, y que según especialistas devino volk o folk en antiguo alemán, de donde a su vez deriva, claro, folclore).
Messi, Scaloni y ese grupo de gente “vulgar” (aunque sus cuentas bancarias no lo sean desde hace mucho) expresan lo mejor de nuestra autopercepción como sociedad, atravesando la estratificación social, etaria, nacional. Expresan lo que querríamos ser. Vulgarizan la mejor versión de cómo nos gustaría vernos. Y no, por desgracia, lo que realmente somos.
Además de disfrutar, de sufrir, de lagrimear y de abrazarnos con nuestros seres queridos para festejar, ojalá estas emociones hermosas nos permitan un día ser más parecidos a ese grupo espléndido, y no a nuestras dirigencias sociales, políticas, económicas, judiciales, comunicacionales, etc, que están a años luz de lo que expresan los valores de esta Selección. Por sensatez, por dignidad, por humildad en serio (no de palabras), por dejar de lado el individualismo neoliberal del sálvese quien pueda y a la vez la prédica populista reaccionaria que exalta cualquier logro colectivo como mérito del líder; por entender qué debe dar cada uno en cada momento, para que brille porque si lo hace brillará el grupo.
Ojalá gurises y gurisas de nuestras tierras se inspiren en esta decente y valiosa generación de jugadores y técnicos, y al hacerlo sean, por eso mismo, mucho mejores que nuestra generación. Esta Selección no solo nos dio esperanzas para el domingo de la final. No solo nos hizo ser felices porque se consagró campeona del mundo. Además nos dio (nos da) esperanza y expectativas para después: para que la Argentina, presente y futura, sea mucho mejor.
[1]Carlos Marx, Prólogo a la “Filosofía del Derecho”, de G.F. Hegel (1968), Ed. Claridad, Buenos Aires. Págs. 8 y 9. Las cursivas en el original.
(*) Artículo publicado en Análisis de Paraná el 22 de diciembre de 2022.
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