Acaba de aprobarse en Entre Ríos una ley que, con el falso pretexto de asegurar “el sostenimiento y fortalecimiento de los sistemas de salud, seguridad, los servicios públicos esenciales y el cumplimiento de las obligaciones del Estado”, apela a un supuesto “esfuerzo colectivo” para justificar lo que en la práctica constituye lisa y llanamente un recorte sobre los salarios de un segmento nada despreciable de trabajadores públicos provinciales, tanto activos como jubilados (el 10,57% y 17,85% respectivamente).
Foto ilustrativa: capitanswing.com
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En concreto, la ley establece en su artículo 4° un incremento porcentual en los aportes jubilatorios (actualmente del 16%) de aquellos trabajadores que perciben salarios nominales a partir de $75.000. Este incremento va del 2% para el primer tramo (hasta $100.000 nominales) al 6% en el caso de los salarios más elevados. A su vez, el artículo 6° crea un nuevo aporte para los jubilados y pensionados, a quienes se les descontará un 4% de sus salarios en el caso de que perciban entre $75.000 y $100.000 nominales.
Cabe aclarar que la insistencia con el concepto de montos “nominales” no es casual, dado que los mismos no representan el salario neto (es decir, de bolsillo): por ejemplo, un docente con un salario nominal de $75.000 gana aproximadamente entre $58.800 y $60.300 de bolsillo. Si tenemos en cuenta que en el mes de mayo una familia tipo necesitó $43.080 al mes para no ser pobre (según datos del INDEC), no debería resultarnos difícil coincidir en lo absurdo de pensar que ese docente gana una suma abultada.
Por eso podemos afirmar que es absolutamente falso que esta ley alcanza solamente a jueces y funcionarios políticos, tal y como se pretendió instalar públicamente para aprovechar el descontento hacia la política de una parte de la población y buscar promover falsas divisiones hacia el interior de la clase trabajadora.
Pero todavía mayor es la contradicción de la ley en el caso de los jubilados. Alguien que trabajó con esfuerzo toda su vida, y que durante ese tiempo aportó de su salario a la Caja de Jubilaciones y Pensiones, hoy debe volver a hacerlo porque le dicen que el sistema previsional está en crisis: con una lógica que sugiere cierto razonamiento circular, se aplica un descuento a los propios jubilados para cubrir el pago de las jubilaciones. Lo cierto es que ni resulta justo imponer un recorte así sobre los ingresos de tantos jubilados, ni son ellos los responsables (como tampoco lo son los trabajadores en actividad) de los problemas generados por los desmanejos en la administración de la Caja.
Los números no mienten
Luego de anunciado el proyecto y frente a la rápida y coherente reacción de las organizaciones sindicales en rechazo del mismo, el gobierno provincial asumió una actitud opuesta al espíritu de diálogo que suele arrogarse. Por el contrario, su principal estrategia consistió en desplegar una campaña comunicacional en medios de prensa y redes sociales con el objeto de hacer creer a la población entrerriana que el incremento en los aportes fijado por la ley solamente alcanzaría a jueces y funcionarios políticos. Sabemos bien que esto no es tan así.
Según datos oficiales, la provincia cuenta actualmente con 91.993 trabajadores estatales en actividad y 55.681 jubilados o pensionados. Si a la cifra de activos le descontamos los 2.834 empleados que suman el Poder Legislativo y el Poder Judicial, además de los 702 cargos políticos (autoridades superiores y personal superior fuera de escalafón), nos quedan 88.457, la mayoría de los cuales son trabajadores docentes o de la salud y policías.
El incremento en los aportes que fija la ley alcanzará a unos 13.667 activos y 9.941 jubilados. De los activos, solamente un 5,13% corresponde a cargos políticos y un 20,72% a cargos del Poder Legislativo y el Poder Judicial (a saber, los mejor remunerados del Estado provincial). Eso significa que habrá por lo menos otros 10.131 trabajadores en actividad (7 de cada 10 alcanzados) a los que se les incrementarán sus aportes. Menudo reconocimiento para alguien que carga sobre sus espaldas con años de estudio y décadas de trabajo, gracias a lo cual logró tener antigüedad laboral u ocupar un cargo de ascenso.
Llama también la atención el modo en que legisladores opositores incluyeron con cinismo una falsa preocupación por los trabajadores y jubilados en los fundamentos de su rechazo, cuando precisamente son representantes de un programa político basado en el liberalismo de mercado y el vaciamiento del Estado.
Por eso podemos afirmar que es absolutamente falso que esta ley alcanza solamente a jueces y funcionarios políticos, tal y como se pretendió instalar públicamente para aprovechar el descontento hacia la política de una parte de la población y buscar promover falsas divisiones hacia el interior de la clase trabajadora. Si realmente existiera una voluntad por suprimir los privilegios de los altos funcionarios de gobierno y la casta judicial, son varias las leyes que los siguen garantizando y que aguardan pacientemente ser derogadas o modificadas. En lugar de avanzar en esta dirección, el sector sobre el cual se depositan los costos de la crisis incluye a una parte de quienes llevan meses sosteniendo desde sus hogares –y con sus propios recursos– el vínculo pedagógico entre la escuela pública y la comunidad, o de quienes están abocados a preservar la salud de la población en los hospitales entrerrianos.
Que la crisis la paguen sus responsables
Los sectores más concentrados de la economía se han venido asegurando a lo largo de estos años niveles extraordinarios de rentabilidad, influyendo de manera directa sobre el incremento en el costo de vida y condicionando con ello la capacidad material de subsistencia de amplias capas de la población. Son ellos –y no los trabajadores con sus ya deteriorados salarios– quienes deben responder por una crisis que contribuyeron a crear y profundizar. Un Estado decidido a asumir un rol presente, garante de derechos y regulador de la economía sabría muy bien que el camino hacia una mayor igualdad no puede disociarse de políticas de carácter distributivo.
Si bien la ley aprobada incorpora en sus artículos un incremento en la carga impositiva sobre los bancos, las droguerías y propiedades rurales superiores a 1.000 hectáreas, el pretendido avance sobre el capital es sin lugar a dudas exiguo. Por un lado, hablamos de un nivel de aportes que bien podrían ser tildados de insignificantes para la mayoría de los actores que resultan alcanzados; por el otro, queda en evidencia el desinterés por gravar con mayor énfasis a importantes sectores que ni siquiera son mencionados en esta norma: petroleras y estaciones de servicio, automotrices y concesionarias, telefonía fija y celular, hipermercados, cadenas de electrodomésticos, televisión por cable, medicina prepaga, tarjetas de crédito, aseguradoras, transporte de caudales, servicios inmobiliarios, grandes industrias y negocios derivados de la producción agropecuaria.
De acuerdo con algunas proyecciones sobre la implementación de la norma, los trabajadores activos y jubilados aportarán al año unos 1530 millones de pesos, mientras que las entidades financieras aportarán 340 millones y los terratenientes 160 millones. ¿Realmente puede denominarse “solidaria” una ley que obtiene tres cuartas partes de su recaudación de la clase trabajadora y deja a importantes sectores del a gran burguesía fuera de sus alcances?
Llama mucho la atención la celeridad con la que esta ley fue anunciada y luego votada en ambas cámaras de la Legislatura gracias al disciplinamiento de los diputados y senadores oficialistas, todo en apenas una semana y sin mediar consulta a las organizaciones del movimiento obrero. De igual manera, llama también la atención el modo en que legisladores opositores incluyeron con cinismo una falsa preocupación por los trabajadores y jubilados en los fundamentos de su rechazo, cuando precisamente son representantes de un programa político basado en el liberalismo de mercado y el vaciamiento del Estado.
Mientras tanto, seguimos a la espera de que se avance a nivel nacional con el impuesto a las grandes fortunas, de modo que se equilibre la balanza –al menos un poco– a favor de los sectores más postergados de la sociedad. En una economía capitalista cuyos mayores beneficios se distribuyen entre unos pocos multimillonarios con siderales tasas de ganancia, en un mundo profundamente desigual donde un puñado de familias concentran más riqueza que la mitad de la humanidad, gravar con firmeza a estos sectores y avanzar sobre sus privilegios debe ser para nuestro país no sólo una estrategia de supervivencia económica, sino también una obligación moral.
(*) Vocal de la Comisión Directiva Central de Agmer. Docente e investigador de la FHAyCS-Uader.
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