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Los desafíos y responsabilidades de la oposición en Entre Ríos

El análisis de las estrategias que deberían implementar los partidos políticos de la oposición en la provincia de Entre Ríos, si es que quieren dar una respuesta adecuada a una demanda todavía desarticulada pero mayoritaria de la ciudadanía, no puede hacerse sin tener en cuenta dos cuestiones centrales: la caracterización del partido de gobierno y las consecuencias de las reglas de juego en materia electoral.

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(*) Por JOSÉ ANTONIO ARTUSI

El análisis de las estrategias que deberían implementar los partidos políticos de la oposición en la provincia de Entre Ríos, si es que quieren dar una respuesta adecuada a una demanda todavía desarticulada pero mayoritaria de la ciudadanía, no puede hacerse sin tener en cuenta dos cuestiones centrales: la caracterización del partido de gobierno y las consecuencias de las reglas de juego en materia electoral.

Vayamos entonces al primer punto. Nos gobierna una alianza de impostores, que han tergiversado todo lo que han tocado, pretendiendo hacer pasar gato por liebre, detrás de un relato falaz y mentiroso. El kirchnerismo y sus versiones locales son como una gran máscara, que oculta con habilidad y desenfado su verdadero rostro. Detrás de la épica nac&pop se esconde la entrega ignominiosa a intereses foráneos de nuestros recursos naturales o financieros, ya sea con Chevron en Vaca Muerta, con British Petroleum en Cerro Dragón, o con empresas chinas en Entre Ríos. Incluso, a pesar de la prédica oficial, con YPF, que sigue siendo una SA con participación de Repsol e inversores extranjeros, ajena a todos los controles que debería tener una empresa pública. Detrás de un relato “democrático” y “popular” se oculta una demagogia populista y autoritaria, y en el fondo conservadora y reaccionaria, que no vacila en explotar de la manera más cínica y descarnada las necesidades de los desposeídos a través de prácticas clientelares absolutamente incompatibles con la esencia del sistema republicano, que necesita ciudadanos libres no sólo formal sino – sobre todo - materialmente. Han dilapidado de manera lastimosa la mejor oportunidad de desarrollo que el mundo le dio a la Argentina en los últimos 100 años. Cuando en lo ´90 teníamos el desafío de caracterizar al menemismo nos resultaba más fácil, porque el desenfado del riojano para cambiar la revolución productiva y el salariazo por las privatizaciones, la entrega, el ajuste, y las relaciones carnales nos facilitaba la cosa. Proceso de “transformaciones estructurales”, como se les decía en ese momento, que – dicho sea de paso – contó con el decidido y entusiasta apoyo de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, privatización de YPF y Gas del Estado incluídas. Decíamos entonces que el proyecto menemista podía definirse como la articulación de 3 atributos: era un proyecto hegemónico en lo político, concentrador en lo económico, y excluyente en lo social. Y del proyecto kirchnerista, si no nos comemos el amague, podemos y debemos decir exactamente lo mismo. En el fondo, en variante neoconservadora a tono con los ’90 o en variante populista post crisis de fin de siglo, son lo mismo. Las diferencias confunden a algunos por el estilo, la retórica, la estética, pero en las cuestiones estructurales son equivalentes. La voluntad hegemónica se corporiza, antes y ahora, con matices que no cambian el cuadro general, por la pretensión de disciplinar al Poder Judicial, convertir al Congreso de la Nación en una escribanía de la Casa Rosada, controlar los medios de comunicación, y reducir la autonomía de provincias y municipios a letra muerta, por vía de la crisis del federalismo fiscal y el sometimiento de gobernadores e intendentes con la distribución discrecional de fondos federales. En este sentido se podría decir que los alumnos han superado a los profesores, asemejándose peligrosamente a las tendencias más autoritarias y anti-republicanas del primer peronismo, que creíamos sinceramente superadas en esa fuerza popular a partir del abrazo entre Perón y Balbín. En vez de reivindicar ese gesto, parecen estar más inspirados en los intentos fascistoides de Apold por controlar de manera totalitaria la opinión pública. Por suerte, la Argentina es otra y lo que Apold hizo, hoy no se puede hacer, aunque algunos dan inequívocas señales de que les gustaría, y en alguna medida lo intentan.

La concentración económica, qué duda cabe, goza de buena salud. Los beneficiarios de la cercanía al poder pueden ser otros, pero el esquema es el mismo. La distribución del ingreso en la Argentina sigue siendo profundamente inequitativa, más allá de avances parciales producto de la recuperación de la actividad económica luego de la salida de la convertibilidad. Siguen habiendo en numerosos sectores oligopolios y empresas cartelizadas que lucran de manera inescrupulosa a partir de su cercanía al poder, como se ve claramente en el caso de la obra pública.

Y la exclusión social, a 12 años de la llegada de Néstor Kirchner a la Presidencia de la República, es una realidad que ningún relato puede ocultar. Ni la reactivación parcial de los niveles de empleo ni las políticas sociales focalizadas con mayor presupuesto han podido evitar una realidad que el INDEC se empecina en esconder: los niveles de pobreza e indigencia, más allá de una recuperación lógica luego de la crisis, son más o menos los mismos de la aborrecida década del ´90. Niveles de pobreza y exclusión absolutamente incompatibles con los requerimientos de una democracia moderna, verdaderamente republicana y participativa. Aproximadamente uno de cada cuatro argentinos vive en la pobreza, los niveles de desempleo, empleo precario y empleo en negro siguen siendo altos, y una enorme proporción de jóvenes no estudia ni trabaja. Los pilares clásicos de las políticas sociales no pueden exhibir demasiados logros estructurales. Seguimos teniendo un sistema de salud pública profundamente desarticulado, ineficiente, costoso e inequitativo, con un subsistema para pobres y otro para ricos. Seguimos teniendo un sistema educativo en una profunda crisis, también aquí con una creciente brecha entre la educación pública para sectores medios y bajos y la educación privada para sectores de alto poder adquisitivo, lejos del ideal integrador y democratizador que soñaron los ideólogos de la Ley 1420 en el siglo XIX, la escuela laica, gratuita y obligatoria en la que los inmigrantes se hacían argentinos y todos se hacían ciudadanos, partícipes de un mismo proyecto de Nación. Las políticas de vivienda y desarrollo urbano no han solucionado el déficit habitacional, a pesar de la abrumadora cantidad de recursos con que han contado, y han fomentado por otro lado ciudades cada vez más segregadas e injustas, disfuncionales y costosas de mantener, con ghettos para pobres y ghettos para ricos, insostenibles ambiental y socialmente. A 7 años de la reforma de la Constitución provincial los nuevos derechos e institutos en materia de política ambiental brillan por su ausencia, deteriorando sobre todo las condiciones de vida de los más desposeídos. Algunos avances que rescatamos y debemos profundizar, como la asignación “universal” por hijo, distan de ser verdaderamente universales y fueron impulsados sólo a partir de la derrota legislativa del gobierno en las elecciones del 2009, para evitar que la oposición lograra su creación por ley y se adueñara por ende de su rédito político. En el caso específico de la AUH comparte con otros instrumentos de políticas sociales focalizadas la desventaja de caer en la “trampa de la pobreza”, al estar condicionadas a ciertos requisitos, y por lo tanto actúa como una manera de desincentivar el empleo registrado. Una verdadera prestación universal surgiría de su integración con las asignaciones familiares, en la línea conceptual que el radicalismo propuso en los 90 a través del Ingreso Ciudadano a la Niñez, iniciativa pionera en materia de proponer instrumentos que nos aproximen a una renta básica de ciudadanía, universal e incondicional, tal como se está debatiendo intensamente en este momento en los países del primer mundo. Todos estos aspectos se combinan con una escandalosa y sistemática corrupción en el manejo de los recursos públicos, probablemente inédita en nuestra historia, concebida como un modo perverso de obtener recursos que luego se “reinvierten” en las campañas electorales con el claro propósito de mantenerse - y de ser posible perpetuarse - en el poder.

Este es el adversario que enfrentamos. No advertirlo claramente, por ingenuidad o miopía, puede ser muy peligroso. Hago estas consideraciones, obviamente, desde mi filiación radical, pero acepto que desde otras identidades políticas puede no obstante coincidirse aunque sea en el trazo grueso de la evaluación negativa del kirchnerismo, aún desde ciertos sectores del peronismo. Sectores que pueden rescatar sus mejores banderas históricas – la vocación por la justicia social, los logros de Ramón Carrillo, el olvidado artículo 40 de la Constitución del 49, etc. –, hacer una sincera autocrítica sobre sus aspectos más condenables, por ejemplo la idealización de la violencia setentista, y reconocer la necesidad de un peronismo que se transforme a sí mismo para poder ser un actor comprometido en serio con el sistema republicano.

Vayamos al segundo punto, las reglas del juego que impone el sistema electoral. No sabemos todavía a ciencia cierta qué día se votará ni cuál será la legislación electoral vigente. Tenemos no obstante algunas certezas. Primera certeza: En Entre Ríos, a diferencia de las elecciones nacionales, no hay segunda vuelta. Tanto el gobernador, como los senadores departamentales y los presidentes municipales se eligen a simple pluralidad de sufragios. Segunda certeza: en la Cámara de Diputados como en los concejos deliberantes se aplica un sistema que otorga la mayoría automática al que gana, sin importar si llega al 50% de los votos, la denominada “cláusula de gobernabilidad”, a diferencia de la Cámara de Diputados de la Nación en la que se aplica el sistema proporcional D´Hont. Tercera certeza: en las elecciones nacionales seguro, y seguramente en las provinciales, se aplicará un sistema que, más allá de los detalles, consiste en un proceso de dos etapas, una elección primaria en la que se dirimen candidaturas de manera simultánea en todos los partidos, y las elecciones generales, en las que compiten los candidatos seleccionados en las primarias, que a su vez superen un mínimo de votos.

A poco que se reflexione sobre estas reglas, se verá con claridad que el sistema, en nuestra provincia, lleva por sí solo, ante la presencia de un oficialismo todavía poderoso, a reconocer la imperiosa necesidad de que las fuerzas de la oposición no dividan el voto opositor en las elecciones generales. De otra manera, se corre el riesgo de que el candidato oficialista se imponga con un 35%-40% de los votos, se consagre gobernador, y se forme una cámara de diputados con mayoría oficialista y minoría opositora, de manera inversa al pronunciamiento de las urnas. Algo similar puede suceder en la Cámara de Senadores y en los municipios. La segunda conclusión a la que se podría arribar es que si bien no hay segunda vuelta, el sistema de elecciones primarias y luego generales hace que las primarias, verdaderas elecciones “internas” operan como una suerte de primera vuelta “virtual”, en la que el electorado ya hace prever cuál es el estado de la opinión pública, y de alguna manera anticipa el resultado de la general, en la que la polarización entre la primera y la segunda fuerza tiende obviamente a acentuarse. Todo ello lleva a fortalecer los argumentos a favor de la constitución de un amplio acuerdo electoral entre los partidos políticos de la oposición. Digo deliberadamente “acuerdo electoral” porque de eso se trata, de un acuerdo acerca de cómo y cuándo confrontar, y cómo cuando coincidir en una oferta electoral común frente al oficialismo. Algo así como confrontar en las semifinales para ver quien encabeza la representación común en la final. No se trata, en esta peculiar coyuntura, de conformar un frente político y programático de carácter permanente, al modo del Frente Progresista Cívico y Social de la hermana provincia de Santa Fe. Alguna vez lo intentamos, y fracasamos, y podrá ser posible retornar a un camino de esas características sólo si somos capaces en el 2015 de derrotar al partido de gobierno, hacer realidad la alternancia en el poder, y recuperar el equilibrio del sistema político. Y para eso hace falta un acuerdo electoral, que constituya una opción alternativa con la suficiente potencia como para ganar las elecciones. Estrategias de tipo testimonial son, a la inversa, nos gusten o no, funcionales al oficialismo y a sus ansias de perpetuación, dado el sistema electoral que tenemos. Otro sería el cantar con un sistema parlamentario, o con segunda vuelta, o con un sistema representativo puro, pero nada de eso forma parte de la dura realidad que nos toca vivir. Queda claro que los partidos políticos que pueden nutrir ese acuerdo no son lo mismo, no pensamos igual, tenemos diferencias, de tradiciones, de historias y de marcos ideológicos, y negarlas no sería una buena contribución al logro de lo que el acuerdo debe fijarse como objetivo. Pero esas diferencias, por importantes que sean, ceden frente a la necesidad de aunar esfuerzos para derrotar al oficialismo, con el que nuestras diferencias son – por lo que decíamos al caracterizarlo- prácticamente irreconciliables. Y esas diferencias, a menudo ancladas en interpretaciones divergentes del pasado, deben matizarse también con las coincidencias básicas que seamos capaces de encontrar en torno al futuro, sobre todo en términos de la coyuntura. Por eso, cabe la oportunidad de confrontar en las primarias, para dirimir matices y seleccionar candidatos, pero liberando el escenario de las generales para enfrentar al oficialismo desde una posición de fuerza. El acuerdo debe por ello basarse en torno a un compromiso de lineamientos fundamentales de la acción de gobierno, un conjunto reducido pero trascendente de certezas acerca del rumbo que tomará el nuevo gobierno, tanto en lo que hará como lo que se abstendrá de hacer. Ese acuerdo programático debe marchar en sentido opuesto a la mascarada kirchnerista y urribarrista. Debe ser un proyecto verdaderamente democrático y popular, profundamente republicano, que reconstruya las instituciones representativas, jerarquice el Estado y recupere el federalismo y las autonomías municipales. Un proyecto democratizador y constructor de ciudadanía, que amplíe los grados de libertad y autodeterminación de cada uno de los entrerrianos. Un proyecto que siente las bases de una provincia moderna y desarrollada, que genere las condiciones para una economía pujante y diversificada, en la que nuestros jóvenes puedan estudiar y trabajar con dignidad. Un proyecto que revierta las condiciones de marginación y exclusión social, que desmantele las políticas clientelares de dominación y ponga en marcha programas universales basados en los derechos que nuestra Constitución reconoce y son negados en la realidad. Un proyecto que recupere el potencial de transformación y progreso implícito en la educación pública y ponga en marcha una política de salud pública equitativa y eficiente. Un proyecto que comience a hacer realidad el derecho a la vivienda, al hábitat, al ambiente saludable y a la ciudad. Finalmente, señalo que la realidad nacional, por importante que sea, no puede dejar que el árbol nos tape el bosque. Nuestra responsabilidad mayor está aquí. Las diferencias entre el contexto nacional y provincial, aún si sólo consideramos que aquí no hay segunda vuelta y en la Nación sí, nos obligan a diseñar estrategias que den cuenta de esas diferencias. Algunos se preguntarán si podemos. Por supuesto que podemos. Yo creo que también debemos. Es enorme nuestra responsabilidad, y las futuras generaciones tendrán derecho a recriminárnoslo si no estamos a la altura de las circunstancias. Manos a la obra.-

 

(*) Presidente del Comité Departamental Uruguay de la Unión Cívica Radical

 

 

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