En la noche más importante de la Fiesta de la Cerveza, el legendario dúo deslumbró con el fulgor de antaño en un concierto memorable, que una multitud agradeció llena de felicidad. Braulio López y Pepe Guerra brindaron un show de canciones emblemáticas, todas coreadas por la mayoría de los presentes.
Por A.S. de EL MIÉRCOLES DIGITAL
El sábado 20 de abril se presentó en el Anfiteatro del Río Uruguay un dúo que en pocos meses celebrará 60 años de su creación.
Y si usted está leyendo esta nota, que habla sobre ese show, no es casualidad. Si llegó hasta acá en una época en la que la mayoría de las personas solamente leen títulos y copetes (y por desgracia creen que con eso alcanza para estar informado o tomar posición) es que usted no es de ésos. Pero además sabe quiénes son Los Olimareños. Del mismo modo lo sabe la gente que en la noche de Paysandú llenó este sábado el Anfiteatro del Río Uruguay para ver a un conjunto musical formado hace 60 años.
Sesenta años. Seis décadas. 1960. El 80 % de las personas que viven en la Argentina no había nacido aún cuando Braulio López y José Luis Pepe Guerra formaron aquel dúo en la ciudad uruguaya de Treinta y Tres, a orillas del río Olimar, y de ahí el nombre.
Ese dúo llegó a ser, según afirman estudiosos orientales, la propuesta musical más popular del Uruguay desde Carlos Gardel. La razón de su éxito y de su permanencia, al menos según los protagonistas, son “las canciones. Aunque por supuesto, algo les debemos de haber puesto nosotros”, dice Pepe Guerra.
El sonido es el de siempre: la inconfundible forma de tocar las guitarras, y el extraordinario trabajo vocal, que el tiempo transcurrido parece haber mejorado.
Después de muchos años distanciados, volvieron a reunirse en 2009, con un show multitudinario en el estadio Centenario de Montevideo. Aunque ellos dicen que nunca se separaron: “Yo no lo llamo así, sino que cada tanto descansamos”, explica Braulio López. Hicieron varios recitales (incluso en la Argentina), y desde entonces, “descanso”. Muchos mitos rodean al dúo: que no se hablan, que se pelearon feo, que se juntan solo por necesidad. Nada de eso le importó un pepino a los miles que se conmovieron y disfrutaron cuando este año en la Fiesta de la Cerveza se volvió a anunciar a Los Olimareños.
Ocho años después de su última actuación en el Anfiteatro del Río Uruguay. Y el sábado, ante varios miles de personas (¿unas diez mil?) Braulio López y Pepe Guerra brindaron un show de casi una treintena de canciones, todas emblemáticas, todas coreadas por la mayoría, y una buena parte cantadas de punta a punta por muchas de las personas presentes. “Todas son hits”, dijo una mujer cuando alguien a su lado calificó así a la que estaba sonando (“Los dos gallos”... aunque en serio podría haber sido casi cualquiera otra). Pero vamos de a poco.
La noche se había puesto muy fresca y la previa había sido larga, aunque con buenos espectáculos: Diego Sosa, Juan Mendiverry y Chacho Ramos, todos cumpliendo bien con su parte. Aunque acá cabe mencionar especialmente la presentación de la gran Laura Canoura: un espectáculo de primer nivel, con poca relación con lo que venía después, que no obstante el público apreció con respeto y buena disposición. Y que terminó aplaudiendo de pie, porque la Canoura realmente está en el mejor momento de su trayectoria: cantando como los dioses, con un repertorio muy acertado, una banda ajustadísima, y un tino para incorporar una canción propia (la milonga “Alfombra roja”) que le permitió entrar en el corazón de todas (¡absolutamente todas!) las mujeres presentes, y también de algunos hombres, que valoran la lucha feminista pero también el sentido del humor y la calidad.
Esas canciones son inoxidables por razones misteriosas: ¿cómo se explica que siga haciendo vibrar a miles una canción de Chicho Sánchez Ferlosio, que alude al enfrentamiento entre el gallo negro del franquismo (la versión hispánica del fascismo) y el rojo comunista en la Guerra Civil Española?
Luego vino lo esperado. Con algunas demoras en el inicio, porque la guitarra de Braulio no salía en el monitor, y tras arrancar con “Del templao”, las canciones de siempre de Los Olimareños fueron sucediéndose sin que hablaran demasiado los artistas. Vestidos de negro ambos, el Pepe con su gorra de siempre y sentado casi todo el espectáculo, Braulio de pie. No era necesario hablar, y lo hicieron solo en la medida justa: apenas algunos juegos de palabras en relación con los problemitas de sonido. El público empezó a pedirle canciones desde el primer minuto y muchísimas personas registraban el momento con sus celulares, en un clima de gran emoción, pero también de alegría.
Sí, alegría era lo que se veía en los rostros de la gente presente, en su gran mayoría sanducera, pero con presencia del otro lado del río: colonenses y uruguayenses que no desaprovecharon la oportunidad; un público compuesto por adultos predominantemente, pero con buena presencia de jóvenes. Y las caras de felicidad. La sensación es que toda esa gente está convencida de que volverá a verlos en Paysandú. Quizás por eso la emoción era tan serena y sin nostalgia o melancolía. “Estoy tan contenta, y tengo la garganta apretada a la vez”, definió una uruguayense presente.
Los Olimareños se presentaron con otros cinco músicos (batería, teclado y acordeón, percusión, guitarra y bajo), que le dieron al espectáculo un marco de profesionalismo y excelencia. El sonido es el de siempre: la inconfundible forma de tocar las guitarras, y el extraordinario trabajo vocal en el que pareciera que el tiempo transcurrido los mejoró en lugar de afectarlos. Los arreglos que eficazmente ejecuta la banda –integrada entre otros por el hijo de Guerra– hacen a la propuesta tan actual y disfrutable al oído, como irreprochable en lo técnico. Y con un condimento milagroso: sin perder nada de su esencia.
Entreveradas, llegaron aquellas canciones que sesgaron para siempre el destino del dúo: prohibición, exilio, pero también el respeto, la solidaridad y la admiración de las viejas y las nuevas generaciones.
El Pepe en alguna ocasión trastabilló con la letra, en otro una guitarra no sonó como quizás lo hacía años atrás. Pero ambos artistas hacen que uno olvide que son septuagenarios (Braulio López tiene 77 y Pepe Guerra 75) porque juntos, deslumbran con el mismo fulgor de antaño, con profesionalidad pero con enorme entrega, produciendo un concierto memorable, que el público agradeció lleno de felicidad.
El impresionante repertorio que caracterizó a Los Olimareños está atravesado por la obra (tal vez no reconocida del todo fuera del Uruguay) de autores como Ruben Lena y Víctor Lima, o José Carbajal y Aníbal Sampayo, pero también con canciones de su propia autoría o popularizando en la región obras de otras latitudes del continente, con una preferencia por la música llanera venezolana. O tomando riesgos artísticos insólitos para la época como el legendario disco “Todos detrás de Momo”, de 1971, que creó la canción carnavalera e instaló lazos definitivos entre folklore y murga. No podía faltar, claro, la “Retirada” de ese disco (casi una descripción de lo que sucedía: “Suena antigua / Una música perfecta / Y en el cielo temblorosas / Lloran de amor las estrellas...”).
Y vinieron “La sencillita” y “De cojinillo”, “Nuestro camino” e “Isla Patrulla”, “Adiós a Salto” y “La niña de Guatemala”, “Angelitos negros” y “Ta llorando”. No podían faltar. Tampoco podía faltar el homenaje en los pagos de Sampayo, que llegó de la mano de las “Coplitas del pescador”. Y, entreveradas, aquellas canciones que sesgaron para siempre el destino del dúo: prohibición, persecución, exilio, pero también el respeto, la solidaridad y la admiración de las viejas y las nuevas generaciones. Las canciones comprometidas “sobre todo con los de abajo”, como dice Braulio: “Simón Bolivar”, “Milonga del fusilado”, “Los dos gallos”, “Cielito del 69”.
Muchas de esas canciones son inoxidables por razones misteriosas: ¿cómo se explica que siga haciendo vibrar a miles una canción de Chicho Sánchez Ferlosio, que alude al enfrentamiento entre el gallo negro del franquismo (la versión hispánica del fascismo) y el rojo comunista en la Guerra Civil Española? ¿Cómo puede ser que el “Cielito” que escribió Mario Benedetti en 1969, aún pueda hablar del “abajo que se mueve” sin sonar ridículo o anacrónico para quienes escuchan? ¿Qué interpretan los que la escuchan y la cantan hoy, medio siglo después? ¿O el “Simón Bolivar Simón” escrito en los 60 por Ruben Lena, aquel que recuerda tras enumerar los méritos del libertador venezolano, que en el sur está “la voz amiga, en la voz de José Artigas / que también tiene razón”? ¿Qué pasa cuando se escucha hoy el “Orejano”, escrito por el insólito poeta y subcomisario anarco Serafín J. García, que reniega de caudillos y de elecciones, y sugiere criar a los gurises “infieles / aunque el cura grite que irán al infierno”? ¿O cuando reflexiona que al traerse la china pal rancho “me he olvidao que hay jueces pa' hacer casamiento, / y que nada vale la mujer más güena / si su hombre por ella no ha pagao derechos”?
El público agradecía todo el tiempo, se emocionaba o hacía palmas, se ponía de pie para enfatizar el sentimiento compartido. Después de “Orejano” los artistas agradecieron, empezando a despedirse. “¿Ya?” se preguntó todo el mundo. Pero aun faltaban los bises. Y el cierre, que fue con dos de las canciones más emblemáticas, dos himnos: “A mi gente”, de José Carbajal, el Sabalero, y “A don José”. Ésta última, concebida como canción escolar por Ruben Lena y convertida en vibrante homenaje artiguista, es cantada hoy hasta por los milicos en el Uruguay. No exagero: en 2003 fue declarada “himno cultural y popular uruguayo” por la ley 17.698 y hoy forma parte del repertorio del Ejército.
Es dificil saber qué porcentaje de la piel de los presentes no se erizó cuando sonó el estribillo “Con libertad / ni ofendo ni temo...”. Ese momento pareció abonar la afirmación de Braulio López respecto del valor del compromiso en sus canciones: “No nos equivocamos, porque el tiempo nos dio la razón de que lo que pregonábamos es correcto: si no, no estaríamos haciendo un recital ahora. Eso para mí también tiene un valor.” La noche del sábado en la Fiesta de la Cerveza permitió mostrar que, en efecto, tienen razón.
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