La década kirchnerista que terminó en diciembre, entre otros males, instaló uno que probablemente lleve tiempo modificar, y que deberíamos revisar de modo urgente: la mala praxis periodística como escena de la vida cotidiana. Definirla, nombrarla, quizás sea el primer paso para empezar a superarla.
Por AMÉRICO SCHVARTZMAN (*)
El enfrentamiento del gobierno anterior con el grupo Clarín motorizó entre otras cosas la aprobación de la frustrante Ley de Medios Audiovisuales (tan pródiga en expectativas y tan amarreta en su instrumentación). Con ese telón de fondo, la sociedad argentina pareció perder la ingenuidad en materia de comunicación. El debate público iluminó de manera masiva algo que solo estaba claro para unos pocos: que los medios no están en el medio. Que los medios no son neutrales. Que tienen dueños y auspiciantes, y que esos dueños y auspiciantes tienen intereses. Que toda comunicación es política. Que quien comunica toma postura, aun cuando alegue no estar haciéndolo. Que la “independencia” y la “objetividad” en periodismo son como la utopía, o como el horizonte, según la conocida parábola de Fernando Birri popularizada por Eduardo Galeano: nunca se los alcanza, pero, en todo caso, sirven para saber hacia dónde caminar.
En la Argentina del kirchnerismo, que aún está lejos de haber terminado, la línea del horizonte, la utopía, la independencia, la objetividad, se desdibujaron. Y, dado que no se pueden alcanzar, se hace de cuenta que no existen. Desde entonces así se hace periodismo en estos pagos, con las honrosas excepciones que conocemos.
CHOCOLATE POR LA NOTICIA
En efecto, los medios nunca están en el medio. La sociedad argentina superó la edad de la inocencia y descubrió que la comunicación está contaminada por intereses contrapuestos.
Chocolate por la noticia, podrán pensar algunos. Pero lo cierto es que esa mirada basada en la sospecha, como diría Ricoeur, estaba lejos de ser una conquista colectiva. Lo que decía el editorial del diario o el comentarista de moda, antes de todo eso, era indiscutible.
Antes del conflictivo divorcio Kirchner-Clarín, el diario, la tele, el comentario del conductor del noticiero, la portada del diario que entraba al hogar por debajo de la puerta, eran palabra santa, dogma consolidado para buena parte de la población. Y, por el contrario, los buenos análisis sobre la mala praxis periodística eran poco conocidos, escasamente frecuentados, y muchas veces impugnados por periodistas bajo el anatema de “Yo no hago periodismo de periodistas”. Entre esos recomendables ejercicios se encuentra el documental “La crisis causó dos nuevas muertes” (2006), de Patricio Escobar y Damián Finvarb, que cuenta cómo se manipuló en Clarín y en los principales medios argentinos (escritos y televisivos) la información sobre el asesinato de Kosteki y Santillán. Pero el film también exhibe con claridad la complicidad de funcionarios como Aníbal Fernández, que hicieron posible la masacre de Avellaneda, o el nulo compromiso del ya presidente Néstor Kirchner con el esclarecimiento del caso. De hecho, con el tiempo (pasaron diez años) ese documental pasó a convertirse en un emblema de quienes se asomaban por vez primera a la sospecha hacia los medios.
Ahora bien, quizás como contracara o efecto adverso de esa modificación positiva en la percepción colectiva de los medios de comunicación, en la Argentina se generalizó una forma bastarda de ejercer el periodismo, a la que uno de los lados en disputa denominó “periodismo militante”, y los otros tardíamente reconocieron como “periodismo de guerra”. Empujados por la necesidad de tomar partido en esa controversia, los periodistas (y los dueños o responsables de los medios, tanto públicos como privados) comenzaron a aplicar esa versión corrupta del ejercicio del periodismo a la que yo prefiero denominar mala praxis periodística (MPP).
Conviene aclarar que la denominación no es invento mío. La primera vez que la vi escrita fue, precisamente, en un comentario sobre el documental de Escobar y Finvarb, publicado en la revista Mu, que edita la cooperativa de periodistas Lavaca. Allí titularon: “Clarín y la Masacre de Avellaneda: Mala praxis periodística”. Otros periodistas, que intentaron mantenerse al margen del enfrentamiento y conservar una mirada serena, también aludieron a esa mala praxis públicamente, como es el caso de Reynaldo Sietecase.
Hay una cantidad de rasgos que caracterizan a la MPP. Todos ellos incumplen normas básicas del trabajo periodístico, que constan en cualquier manual de estilo de un medio (los que lo poseen), que se enseñan en las primeras horas de la incorporación a la actividad, y por supuesto, en la facultad. Desde la necesidad de corroborar el dato con más de una fuente, hasta el principio básico de incorporar los diferentes puntos de vista en una controversia, pasando por la violación a la conocídisima definición de periodismo proporcionada por Horacio Verbitsky en su libro Un mundo sin periodistas (1997), transformada ahora en una refutación de su propio itinerario posterior:
“Periodismo es difundir aquello que alguien no quiere que se sepa, el resto es propaganda. Su función es poner a la vista lo que está oculto, dar testimonio y, por lo tanto, molestar. Tiene fuentes, pero no amigos. Lo que los periodistas pueden ejercer, y a través de ellos la sociedad, es el mero derecho al pataleo, lo más equitativa y documentadamente posible. Criticar todo y a todos. Echar sal en la herida y guijarros en el zapato. Ver y decir el lado malo de cada cosa, que del lado bueno se encarga la oficina de prensa; de la neutralidad, los suizos; del justo medio, los filósofos, y de la justicia, los jueces. Y si no se encargan, ¿qué culpa tiene el periodismo?”
En cambio, la versión más extendida del periodismo de estos años, caracterizado por la MPP, convirtió a los principales medios del país en una especie de house organ, como le llama el marketing a los órganos de difusión que utilizan las empresas para bajar de forma directa la información institucional a sus empleados. Si para estar enterado, durante la dictadura había que escuchar Radio Colonia, durante los primeros años de la democracia leer Página/12, El Periodista o escuchar Radio Belgrano, y a fines de los 90 de repente todos los medios habían descubierto el periodismo de investigación, ahora, en la era K, para estar medianamente bien informado, cada ciudadano debió hacer un curso acelerado en semiótica, transformarse en analista de medios o en hermeneuta de las intenciones ajenas y los intereses ocultos. La degradación del periodismo bajo la era de la MPP no admite otras opciones.
La casuística es inabarcable. Un informe periodístico en el que se acusa a un funcionario de complicidad con un delito o con un sistema delictivo, y no se incluye la voz de ese funcionario aunque se lo entrevistó; el ocultamiento durante años de una información que compromete a una figura pública, y su uso repentino cuando esa figura cambió de bando; el ataque durante meses a una entrevistada luego de su participación en el programa, y sin posibilidad de que retruque esos ataques; la reiteración hasta el cansancio de una imputación que no está demostrada; la adjetivación en los títulos, como si el lector necesitara de esa “tutoría” para interpretar la información; la edición en video de escenas para hacerle decir a alguien algo distinto a lo que dijo; la acusación en título catástrofe y la aclaración o refutación en un recuadrito perdido en la página 48; la valoración de un hecho cualquiera como positivo si el protagonista es el Gobierno que sponsorea el medio, o como inadmisible si es el Gobierno del distrito controlado por el adversario; el titular que anuncia una gran trama de corrupción y al leer la nota se trata de especulaciones sin un solo dato duro; son algunas de las formas más comunes que exhiben esa mala praxis. Invito al atento lector a que añada las que él mismo ha detectado a lo largo de estos años, hasta el presente.
DOS ASPECTOS NOVEDOSOS
No es que antes del divorcio Clarin/Kirchner no hubiera periodistas y medios que no cultivaran esas formas degradadas de periodismo. Siempre los hubo.
Pero hay al menos dos aspectos novedosos: uno, su masificación. Como una mancha venenosa, se extendió a los principales medios del país, y de manera inédita en los treinta años de democracia argentina recuperada, en los medios públicos, que se transformaron en usinas de producción y distribución del relato oficial.
El otro es el intento de legitimación de esa degradación en el ejercicio del periodismo: intelectuales, filósofos, maestros del periodismo, académicos, facultades enteras, docentes de carreras específicas, que estructuraron (o al menos intentaron hacerlo) discursos justificatorios de la MPP.
Esa forma bastarda de comunicar se transformó en la más generalizada. En el punto anterior enumeré algunas de las más comunes o recientes; pero no hay manera de registrar la impresionante cantidad de episodios que se acumularon en estos años (de nuevo: de ambas márgenes de la grieta). La televisión pública contaba en horario central con un programa destinado a difundir una determinada mirada sobre los hechos y a perseguir desembozadamente a todo aquel que fuera señalado como adversario por las máximas autoridades del Gobierno Nacional, con dos (probables) cumbres incomparables: el ataque directo al gobernador de la principal provincia argentina durante un lapso en que la orden parecía ser denigrarlo (“Los fondos buitres eligieron sus candidatos: Macri, Massa y Scioli”, tìtulo de 6-7-8 el 22 de julio de 2014) y la decisión de no transmitir el primer debate presidencial con reglas, precisamente para proteger la imagen de Scioli, que decidió no asistir (5 de octubre de 2015). La TV pública, el canal de televisión que pertenece a todo el pueblo argentino, decidió televisar un partido de fútbol en lugar del primer debate presidencial con reglas. Pero los medios privados no se quedaron atrás en su propia MPP. Un rápido repaso de Javier Calvo en Perfil mostraba un puñado de ejemplos “sobre la disparidad de criterios con los que gran parte del periodismo argentino independiente, tan partidizado en los últimos años, trata los temas según a quién afecten”. Calvo lo definía como un “estándar doble e histérico”, casi al borde de hablar de mala praxis. En efecto: informes televisivos, portadas de diarios y revistas, formas de titular, adjetivaciones, opciones de cobertura, y en mucha menor medida censura encubierta o desembozada, formaron parte de la MPP de los años recientes. Y lo siguen haciendo. Es difícil saber cómo y cuándo seremos capaces de recuperarnos de esta perversión, de esta degradación del ejercicio del periodismo en la Argentina. No parece que se pueda dar pronto.
En diferentes momentos y contextos, algunos se regocijaron o enorgullecieron por ejercer el “periodismo militante” o el “periodismo de guerra”; otros se limitaron a hacer lo que se les pedía (es decir, a ejercerlo) a cambio de su remuneración. Los menos tomaron distancia de esas malas prácticas y se refugiaron en medios alternativos, en blogs, e incluso en las redes sociales, muchas veces marcando sus diferencias de criterio con las nuevas líneas editoriales de los medios en que desarrollaban su actividad laboral.
Martín Sivak, autor del libro Clarín, una historia, fue quien usó por primera vez la expresión “periodismo de guerra” para referirse a la forma en que ese grupo modificó su relación con el kirchnerismo. Pero la expresión se popularizó luego de que fuera utilizada recientemente por Julio Blanck, uno de los periodistas estrella de Clarín, en una entrevista de Fernando Rosso en la que también reconocía el idilio anterior: “Yo no he visto otra alianza más empática que esa en los primeros tres años del Gobierno de (Néstor) Kirchner con Clarín”.
DEFINIR PARA VACUNARSE
Mala praxis es un término que se utiliza para referirse a la responsabilidad profesional por los actos realizados con negligencia. En su forma más difundida se aplica a la medicina, pero la noción se puede utilizar en cualquier otro ámbito profesional.
Para el derecho, la mala praxis se refiere a “la aplicación dañina, imprudente, sin los necesarios cuidados; u omisiones culposas, de contenidos teóricos que debe poseer un técnico o profesional, habilitado en la materia de que se trate, que ejerce esas prácticas en forma regular, y que se ha obligado contractualmente, con otra persona, en general a cambio de una remuneración, a prestar sus servicios de manera diligente”.
Se dirá que la MPP no cuesta vidas, como puede pasar en otras profesiones. Y si así fuera, entraría en el artículo 84 del Código Penal, como ocurre con la mala praxis médica. Pero la MPP produce un daño que es mucho más difícil de mensurar, y que de una manera directa afecta a toda la comunidad. Es una lesión al derecho a la información, derecho humano con rango constitucional en la Argentina. Y la extensión en el tiempo y en el espacio de los efectos de esa lesión es casi inconmensurable.
Como lo saben bien maestras, psicólogos y filósofos del lenguaje, los seres humanos solo abordamos aquellos problemas a los que somos capaces de ponerle nombre, para poder hablar de ellos, para poder hacerlos conscientes.
Definamos entonces la MPP: se trata de una aplicación dañina e imprudente, sin los necesarios cuidados, o con omisiones culposas, de contenidos teóricos que debe poseer un periodista al ejercer su práctica en forma regular, obligado contractualmente a prestar sus servicios de manera diligente y éticamente a hacerlo respetando la perspectiva de los derechos humanos.
Propongo que empecemos a nombrarla así, quizás sea el primer paso para empezar a superarla. Se trata de una tarea que debemos afrontar quienes hacemos periodismo. Nadie más puede hacerla. Nadie más debe hacerla.
* Licenciado en Filosofía. Periodista de El Miércoles Digital. Docente. Autor de Deliberación o dependencia. Ambiente, licencia social y democracia deliberativa (Prometeo 2013). Miembro de la Junta Abya-Yala de los Pueblos Libres. Convencional constituyente provincial (2008) por el Partido Socialista.
(**) Nota publicada en la edición de la revista Análisis.
Ilustraciones: archivo de El Miércoles Digital
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