En un nuevo aniversario de la muerte de Aaron Swartz, escritor, programador y uno de los activistas más importantes en la lucha por el acceso libre a la información en Internet, lo recordamos y homenajeamos en las siguientes líneas.
Por LUCÍA SCHVARTZMAN (Especial para EL MIÉRCOLES DIGITAL)
El 11 de enero de 2013, a los 26 años, Aaron Swartz fue hallado sin vida en su casa de Brooklyn. Desde hacía dos años se encontraba inmerso en una persecución judicial por parte de la Fiscalía del estado de Massachusetts, acusado de fraude electrónico y fraude informático, entre otros cargos, por los que enfrentaba una condena máxima de 50 años de prisión y multas de cuatro millones de dólares.
¿La causa? Haber descargado algo más de cuatro millones de publicaciones académicas del repositorio JSTOR a través de la red interna del MIT (el Instituto de Tecnología de Massachusetts, una de las instituciones universitarias y tecnológicas más prestigiosas del mundo), a la que tenía acceso por ser miembro investigador de la Universidad de Harvard.
A ocho años de su partida, la historia de Aaron parece una batalla perdida en un mundo en el que Internet se aleja cada día un poco más del sueño dorado de la triple W.
Pese a que no existían evidencias de que hubiera subido los archivos a la web y aunque había llegado a un acuerdo por el que devolvió los artículos en cuestión, a cambio de que las partes involucradas (JSTOR y MIT) no continuaran con las acciones legales, Aaron Swartz se enfrentó a una escalada persecutoria cada vez más cruenta en términos de cargos y posibles penas que el aparato judicial estadounidense levantó en su contra entre 2011 y 2012.
Tanto él como su abogado habían rechazado, a fines de 2012, una recomendación de la Fiscalía por una sentencia de seis meses en una cárcel de baja seguridad si se declaraba culpable en 13 cargos federales: preferían ir a juicio y forzar a la Fiscalía a justificar semejante persecución en su contra. Un juicio al que no llegó, porque se interpuso su decisión de quitarse la vida.
Parece exagerado, inverosímil, que una persona pueda terminar en una encerrona trágica por descargar archivos en la misma época en que muchos de nosotrxs nos la pasamos bajando, subiendo y compartiendo cosas en Internet.
Cosas que, al igual que esos 4 millones de publicaciones académicas de JSTOR por los que enjuiciaron a Swartz, tienen sus derechos de autor: la música que bajamos, las películas y series que vemos, los libros que descargamos y volvemos a subir para que otros los puedan leer, los juegos de PC y los de PlayStation, el sistema operativo más usado, todos están protegidos por legislación que impiden su reproducción y su circulación de modo libre e irrestricto.
Internet no es una excepción a las leyes de copyright, aunque para muchas personas -y Aaron Swartz era una de ellas-, Internet fuera un campo para dar esas batallas.
No se trata de un Robin Hood de películas pirateadas y megaposteos de la discografía de tus artistas favoritos.
Unos años antes, en 2008, el grupo sin fines de lucro Public.Resource.Org había denunciado que el Sistema PACER (Acceso Público al Registro Electrónico de la Corte, por sus siglas en inglés), un repositorio online de documentos de la Corte Federal de los Estados Unidos, cobraba ocho centavos de dólar por página de información.
Estos pagos eran recaudados para el supuesto mantenimiento de la infraestructura tecnológica, aunque Wikipedia señala que el sistema en cuestión mantenía un superávit de 150 millones de dólares, aun cuando la documentación pública no paga derechos de autor. Usando credenciales de bibliotecas públicas y un script diseñado por él mismo, Aaron Swartz descargó cerca de 2,7 millones de documentos y los puso a disposición del grupo que encabezaba la campaña.
Aaron fue un niño que usó sus prodigiosos talentos como programador y tecnólogo no para enriquecerse, sino para hacer de Internet y el mundo un lugar mejor y más justo.
No se trata, tampoco, de un héroe tan valeroso que llegó a morir por sus ideales. Probablemente murió porque tenía miedo, porque estaba triste, porque estar vivo “se siente como una imposición al planeta”. Nuestros héroes son frágiles y vulnerables, como nosotros.
Aaron Hillel Swartz había nacido el 8 de noviembre de 1986 en Illinois, Chicago. Desde muy chico se interesó por las computadoras, la informática y la vida en Internet. Dejó el secundario y se anotó en algunos cursos universitarios, que terminó dejando un tiempo después.
A los 12 años ganó un premio por desarrollar un sistema de software basado en código abierto, y, con apenas 14 años, fue coautor del formato de fuente RSS, ampliamente difundido y utilizado hasta hoy por una infinidad de sitios, que permite a cualquier usuario suscribirse y recibir avisos de las actualizaciones de una página web.
También fue cocreador de Reddit, uno de los sitios de marcadores sociales e intercambio de enlaces con más usuarios del mundo, cuya posterior venta a Condé Nast le sería una operación redonda.
Programador estrella y emprendedor exitoso, el combo más codiciado del siglo XXI, que podría haberlo llevado a convertirse en uno de los multimillonarios más jóvenes del mundo, al estilo Zuckerberg. Pero sus curiosidades, y, consecuentemente, sus compromisos, fueron otros.
En 2008 escribió el mundialmente conocido “Manifiesto de la Guerrilla por el Acceso Abierto”, donde plantea sus inquietudes respecto al acceso a la información pública y la privatización del conocimiento.
En particular, resulta incomprensible para Swartz que los resultados de investigaciones científicas y académicas financiadas con fondos públicos sean confinados en repositorios virtuales -como el mismísimo JSTOR- a los que hay que pagar para tener acceso. De modo que las editoriales se enriquecen a través de este servicio, beneficiándose de una ganancia que no reciben ni los mismos autores ni sus evaluadores.
Dice Aaron:
“La información es poder. Pero, como todo poder, hay quienes quieren quedarse con él. Todo el patrimonio cultural y científico del mundo, publicado durante siglos en libros y diarios, está siendo digitalizado y retenido en manos de un puñado de corporaciones privadas. (...) Ese es un precio demasiado alto que pagar. ¿Obligar a que los académicos paguen dinero para leer el trabajo de sus colegas? ¿Digitalizar bibliotecas enteras pero solo permitir que la gente de Google las pueda leer? ¿Proveer artículos científicos a las élites universitarias del Primer Mundo pero no a niños del Sur del planeta? Es indignante e inaceptable.”
Y agrega, un poco después, derivando del privilegio un imperativo ético:
“Quienes tienen acceso a estos recursos -estudiantes, bibliotecarios, científicos- han recibido un privilegio. Pueden alimentarse de este banquete de conocimiento mientras el resto del mundo es excluido. Pero ustedes no necesitan -de hecho, moralmente, no pueden- mantener este privilegio solamente para ustedes. (...) Necesitamos tomar la información, donde quiera que esté almacenada, hacer copias y compartirlas con el mundo. Necesitamos tomar cosas que ya no tienen derechos de autor y agregarlas al archivo. Necesitamos comprar bases de datos secretas y publicarlas en la web. Necesitamos descargar publicaciones científicas y subirlas a redes de intercambio de archivos. Necesitamos combatir en la Guerrilla del Acceso Abierto.”
“La información es poder. Pero, como todo poder, hay quienes quieren quedarse con él. Todo el patrimonio cultural y científico del mundo, publicado durante siglos en libros y diarios, está siendo digitalizado y retenido en manos de un puñado de corporaciones privadas”.
Preocupado por generar estrategias para que las personas pudieran influir efectivamente sobre las decisiones de sus representantes, Aaron Swartz fundó y participó en organizaciones que tenían como fin difundir información sobre la política norteamericana, promover el activismo y llevar adelante acciones directas vinculadas con los derechos y las libertades civiles, las reformas gubernamentales y el acceso a la información pública.
Además, trabajó voluntariamente como editor de Wikipedia, ayudó a diseñar el código de Creative Commons (una organización sin fines de lucro que promueve el uso de licencias de derecho de autor abiertas y/o libres para obras culturales, científicas y educativas), fue creador del proyecto Open Library (la Biblioteca Abierta de Internet Archive) y miembro del Centro de Ética de la Universidad de Harvard, donde llevó adelante investigaciones sobre corrupción política.
Aaron Swartz fue una figura clave en la lucha contra la Ley SOPA (Stop Online Piracy Act, Acta de Cese a la Piratería En Línea, por sus siglas en inglés) en Estados Unidos. Este proyecto de 2011, famoso por sus potenciales implicaciones para la estructura global de Internet, se proponía combatir las violaciones al copyright mediante pleno derecho para cerrar cualquier sitio web sin orden judicial y a base de bloqueos desde las entidades financieras, bloqueos del dominio en las DNS y eliminación de sitios en los resultados de los buscadores.
A través de la organización Demand Progress, creada a los fines de enfrentar esa ley, Aaron y cómplices lograron motorizar una campaña de difusión masiva, que incluyó un petitorio que llegó a más de 300 mil firmas en pocos días y reuniones con congresistas, y derivó en una concientización masiva de los usuarios de Internet.
“La razón por la que ganamos no fue porque yo estuviera trabajando en eso, o Reddit, o Google, o Tumblr, o cualquier otra persona. Fue porque hubo un enorme cambio mental en nuestro sector. Todo el mundo estaba pensando cómo ayudar, muchos en formas ingeniosas e inteligentes. La gente hizo videos. Infografías. Formaron comités de acción política. Diseñaron anuncios. Compraron carteleras. Escribieron notas. Organizaron reuniones. Todos sintieron que era su deber ayudar.”
En unos pocos años, el niño que usó sus prodigiosos talentos como programador y tecnólogo no para enriquecerse, sino para hacer de Internet y el mundo un lugar mejor y más justo, se convirtió en un expositor frecuente en charlas sobre tecnología y conferencias sobre activismo por todo el mundo.
Si bien no está claro, y quizá nunca lo esté, para qué descargó esos cuatro millones de artículos de JSTOR (¿para analizarlos?, ¿para compartirlos?), el curso de los acontecimientos sugiere que Aaron Swartz ni siquiera previó las posibles consecuencias legales de sus actos. La postura neutral del MIT y la inacción de JSTOR frente al ensañamiento con el que procedieron los fiscales estatales y federales en la causa son hasta hoy aberrantes. Como sostiene su familia en el sitio web creado en su memoria:
“La muerte de Aaron es más que una tragedia personal. Es el producto de un sistema de justicia penal plagado de intimidación y persecución exagerada. Las decisiones tomadas por los funcionarios de la oficina del Fiscal del estado de Massachusetts y el MIT contribuyeron a su muerte. La oficina del Fiscal de Estados Unidos persiguió una serie de cargos excepcionalmente duros, con potencialmente 30 años de prisión para castigar a un presunto delito que no tuvo víctimas. Mientras tanto, a diferencia de JSTOR, el MIT negó su apoyo a Aaron y a los principios más preciados de su propia comunidad.”
A ocho años de su partida, la historia de Aaron se siente como una batalla perdida en un mundo en el que Internet queda cada día un poco más lejos del sueño dorado de la triple W. Navegamos a la deriva en un naufragio distópico de vigilancias corporativas, como si hubiéramos perdido cualquier entusiasmo de inventar nuestras propias naves, sobre embarcaciones al mando de las empresas más exitosas de la historia del capitalismo, que incluso al azote de una pandemia aumentan su riqueza minando de los datos que sus mansos usuarios les entregamos.
Y WhatsApp cambia los términos de su acuerdo de privacidad, y hay un pequeño tumulto en las aguas, pero al final del día nadie deja de usar una aplicación que compró Zuckerberg para mejorar la experiencia de los usuarios, porque las empresas de telefonía no regalan megas de Internet para Telegram, aunque por ley esté prohibido entorpecer la utilización de aplicaciones que no roban datos, aunque el Enacom no vaya a decir nada.
Y Twitter le baja alguna cosa al Presidente de los Estados Unidos, o bloquea momentáneamente su cuenta, por considerar que en sus publicaciones incita a la violencia, aunque nunca consideró que otros gobiernos en otros lugares del mundo estaban incitando y de veras realizando la violencia, y hay otro tumulto en las aguas que tampoco dura mucho, no más que lo que dura la pregunta: ¿son las empresas de las redes quienes van a regular lo que se hace en las redes?
“Internet es la forma de expresión más emocionante, moderna y desarrollada que existe. Y la expresión es un derecho humano. Claro que Internet debería serlo también.” (Aaron Swartz).
Y la brecha digital no se cierra, y los tiempos cada vez apremian. Algo importante sobre Internet: aunque parezca que todo va a estar ahí, algunas cosas desaparecen; aunque parezca siempre igual, podría haber sido de otra manera. Es una historia para aprender, para enseñar y para cambiarla. En la conferencia sobre cómo vencieron a la Ley SOPA, Aaron Swartz decía: “[SOPA] va a tener otro nombre, y quizás una excusa diferente, y probablemente pretenda dañarnos de un modo distinto. Pero no nos equivoquemos: los enemigos de la libertad para conectarnos no han desaparecido. (...) La próxima vez puede que ganen. No dejemos que suceda”.
(*) Cita tomada del documental “La historia de Aaron Swartz. El chico de Internet”, de 2014, dirigida por Brian Knappenberger, que está disponible en https://youtu.be/7jhdj0vKbYo y es un material muy recomendable para todo aquel que quiera conocer un poco más sobre la vida y obra de Aaron Swartz.
(Lucía Schvartzman, es antropóloga egresada de la Universidad Nacional de La Plata. Escritora y poeta uruguayense).
Esta nota es posible gracias al aporte de nuestros lectoresSumate a la comunidad El Miércoles mediante un aporte económico mensual para que podamos seguir haciendo periodismo libre, cooperativo, sin condicionantes y autogestivo. |