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¿Quién se acuerda del “golpe blando”?

Pese a las inundaciones y los anuncios apocalípticos, el fin del ciclo, la transición, podría ser tranquila: tanto Scioli como Macri apelan a un discurso “buenista”, que convoca a dejar de lado enfrentamientos, buscar coincidencias, renunciar a la confrontación y dejar atrás esa vocación de dividir entre “ellos” y “nosotros”.  Acuerdo o coincidencia, para ambos es la manera más efectiva de diferenciarse de la década que termina. Y, quizás, un motivo para ser moderadamente optimistas. Por eso, nadie se acuerda de Nisman, pero tampoco de aquel bolazo del “golpe blando”.

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(*) Por AMÉRICO SCHVARTZMAN

 

El peronismo gobernó tres décadas largas en la Argentina. La primera, en su versión original, con Perón. La segunda, en rentrée neoliberal, en los 90 del siglo pasado. La tercera, con ropaje neopopulista y marca de familia, es la larga década que concluye.

En esta tercera década peronista, el Gobierno nacional y popular no logró engendrar un sucesor, pese al enorme poder que pudo construir. Como suele suceder con los grandes líderes (no solo los populistas), la Presidenta de la Nación pareció creer que no hay nadie en la Argentina a su altura. Por eso no hay sucesor, apenas una calculada apuesta al mejor parado en las encuestas. Y por eso, también, nadie pudo enfrentarla en todo este tiempo, ni dentro del peronismo (resultan conmovedores los esfuerzos de quienes la han cuestionado “desde” un peronismo genuino). Nadie pudo enfrentarla, salvo un muerto, un muerto vivo: el zombie Nisman. Ése que en vida jamás logró –él, tan vanidoso según aseguran los oficialistas encarnizados con el cadáver– el éxito, las cámaras, las horas de TV, las tapas de revistas que obtuvo en su rol de Cid (Anti) Kampeador.

A siete meses de su deceso solo los conspiranoicos de las redes sociales lo tienen resuelto y explicado, además de Cristina: fue asesinado para perjudicarla. Pero, aunque ya nadie lo recuerde, en aquel difícil momento (una de esas tantas veces en las que parecía que se acababa todo) los kirchneristas improvisaron una nueva fase para proveer de contenidos simbólicos a sus acríticos seguidores. Ya sin Laclau en el equipo, hallaron por esos días a Gene Sharp y su teoría del “golpe blando”. Para quienes aman los oxímoron, era (casi) una golosina. Casi casi tan potente como el muerto vivo.

Pero nada pasó. Por razones misteriosas el país registra con eficacia las profecías fallidas de Carrió o de Durán Barba, pero no así las de la Presidenta y sus gurúes.

El oxímoron es pariente cercano de la paradoja y la contradicción. Y la pasión por las paradojas resulta, tal vez, intrínseca a este fenómeno inasible que es el populismo argentino. (En todas sus variantes. ¿O acaso el macrismo, con su manejo arbitrario de los recursos públicos, su personalismo acendrado y su afición por candidatos faranduleros es menos populista que el peronismo?)

La sociedad argentina rebosa de esas paradojas. Una burguesa millonaria que no puede explicar el patrimonio que ella misma declara, y que ama exhibir carteras que equivalen a un año de salario docente es, a la vez, la redentora de los excluidos. Una profetisa del apocalipsis se erige como adalid de la tolerancia, y tras destruir de manera impiadosa los partidos y frentes que ella misma fundara, se pone a la cabeza de una presunta cruzada en defensa de las instituciones de la República. Un juez colaboracionista de la dictadura es el principal cruzado del progresismo jurídico (el “garantismo”) y un ex oficial montonero luego colaborador de la Fuerza Aérea, la conciencia “pura” de la Argentina. Un fiscal con escritos mutuamente refutatorios aparece suicidado en el lugar (supuestamente) más seguro de la Argentina, que además es el que eligen para vivir sus propios denunciados. Y así sigue la lista. Interminable.

En ese marco, oximoron y contradicciones son casi la comida diaria de (cierta) sociedad. Entre las asimetrías persistentes de la Argentina poskirchnerista, hay que anotar también la repolitización de ciertos sectores al tiempo que la olímpica apatía de gran parte de la población, que ni se entera ni desea hacerlo, de todas estas cuestiones. No obstante, el Gobierno ha instalado una suerte de guerra, de la cual toda esa masa es cada vez más ajena.

Esa guerra de baja intensidad (no ha habido, felizmente, ningún “efecto colateral”) es apenas otro cálculo. La utilidad de definir al enemigo para sostener la cohesión de la tropa propia, explicitada en Occidente al menos desde Maquiavelo, ha sido un elemento central en la construcción de las estrategias de poder en todas las sociedades. Los intelectuales oficiales de Carta Abierta la definieron en una de sus últimas piezas como “la atroz simplificación a la que está sometida la vida política argentina". Olvidaron mencionar que tanto ellos como su jefa política han contribuido a consolidar esa simplificación de una manera que solo puede calificarse como irresponsable.

No obstante, todo indica que la transición –contra los pronósticos– podría ser bien tranquila. Algo de ese espíritu parece haber impregnado el discurso de los presidenciables con chances: tanto Macri como Scioli apelan a un discurso “buenista”, que convoca a dejar de lado enfrentamientos, buscar coincidencias, renunciar a la confrontación y dejar atrás esa vocación de dividir entre “ellos” y “nosotros”.

Un tono que además, obliga a no decir nada sobre qué harán en el gobierno (a lo sumo, “salir a buscar inversiones por el mundo”), pero también a defender lo que el 90% de la sociedad argentina –fuera de la excitación de las discusiones, de bar o de féisbuq– entiende como avances de estos años: no es un espectáculo tan incomprensible ver a Macri desmentir a su propia tropa respecto de reprivatizar YPF. Nadie imagina que en esta campaña alguien prometa volver a restituir las AFJP, o eliminar la AUH o suprimir el matrimonio igualitario. Es notable porque por mucho menos, de ese lado de la grieta se anatematizó como “kirchneristas” a los escasos dirigentes, periodistas o sectores que intentaron mantenerse al margen de ella. Y aunque desde el oficialismo se quiso meter miedo con esos fantasmas, la sociedad no da margen para semejante regresión. Encima, su propio candidato tiene palabras amables para Menem, devueltas luego por éste –y extendidas a Macri y Massa y (para módica sorpresa de algunos) hasta a la propia Cristina– lo cual complica y desmiente la acusación de nostalgia noventista hacia el (otro) candidato del establishment.

El peronismo no tiene problema en deglutir símbolos ajenos, así que menos inconvenientes tendría en reprocesar los propios. ¿Suena impensable imaginar que, de cara a octubre, un anciano, casi agonizante Menem sea reivindicado –con matices, claro, algo de la épica hay que preservar– y convertido en emblema de unidad nacional, casi como hicieron con Alfonsín? ¿O esperarán el velorio para hacerlo?

Como sea, los matices de los candidatos hijos de Menem no ocultan las coincidencias evidentes entre ellos. Tono moderado, preservación de los avances, discurso buenista. También, alguna acusación menor ante el drama de las inundaciones, porque en algo deben intentar diferenciarse, si en todo lo demás son indiscernibles.

¿Un consenso compartido para empezar salir de la grieta? ¿Un acuerdo basado en la relación personal, y en su vieja adhesión al menemismo? ¿O solo una coincidencia estratégica entre dos candidatos que tienen en común mucho más que lo que sus seguidores reconocerían? Quizás sea, para ambos, la manera más efectiva de diferenciarse del final del ciclo.

 

*Dirige La Vanguardia del Partido Socialista. Autor de Deliberación o dependencia. Ambiente, licencia social y democracia deliberativa (Prometeo 2013)

 

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