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Pedro Urquiza junto al Gringo De Michele.
A DIEZ AÑOS DE SU MUERTE (IV)

Tres textos inéditos de Pedro Urquiza

Aquí compartimos tres textos de Pedro Urquiza, de tres décadas diferentes. El primero, “Mensaje de Navidad”, de los años 90. El segundo, “Pablo”, un relato breve de los 70. Y finalmente, “Un caso sin importancia”, otra narración corta, fechada en 1965.

Link a la nota central: A diez años de la muerte de Pedro Urquiza

 

MENSAJE DE NAVIDAD

Noche feliz, noche de paz, para los que sufren.

Noche de amor, por los olvidados de la mano de Dios y de todas las manos.

Noche de paz, para aquellos que en algún campo de batalla, tienen como campanas navideñas el tronar del cañón, o el rugir de la metralla, sembrando muerte y destrucción, olvidando la voz de “ese Dios” que dijo "No matarás".

Noche de paz, noche de amor, para aquellos seres que encerrados en cárceles sombrías pagan condenas que ni Dios ni los Dioses pudieron impedir, las circunstancias o motivos los llevaron a cometer hechos para los que no nacieron, y un destino implacable empujó.

Noche de paz, noche de amor: Para aquellos en cuya mesa se sientan el hambre, el frío, la soledad más agobiante.

Noche de amor: Para el anciano al que las mismas manos familiares abandonaron en algún hospital o en sobrio deposito llamado “geriátrico” y tiene como única compañía sus lágrimas.

Noche feliz, para el borracho que, abandonado de alegrías, sostiene en sus manos la copa amarga de la desdicha.

Noche de amor: Para aquel niño (que serán muchos) que mira con ojos de asombro el juguete o la golosina que nunca tendrá, y el vidrio protege con celosa crueldad.

Noche de paz, noche de amor, para aquellos que nuca fueron amados, situación por la cual se autocondenaron a la marginación, al resentimiento y al odio por los demás y por sí mismos.

Noche de paz, noche de abundancia, para la prostituta, que mascando el pan de la vergüenza, regala su desnudez por monedas que no alcanzarán para calmar ni el hambre de su hijo, ni los remedios de sus padres enfermos.

Noche de paz, noche de amor, para todos los desdichados del mundo a quienes un Dios cruel y despiadado condenó al crimen, al robo, a toda clase de ignominias.

Y que no sea una noche feliz, una noche de paz, para aquellos en cuyas mesas se desparrama la abundancia, y sus bocas marcadas por el pecado de la gula y la glotonería, cierran con crueldad y desdén la puerta a la mano que pide, a los ojos que suplican.

 

 

 

El original de "Otro caso sin importancia" (1965)

PABLO

–¿Se lo vas a decir?

– Sí.

Quien respondió "sí" lo hizo con la firmeza de la calma reflexiva, pero tenía la cara tan roja como la cólera.

– No podés hacerlo, no debés hacerlo. ¡Por mi hija, por vos, por todo lo que nos unió!

– Justamente, voy a decírselo, por lo que ahora nos ha desunido. O te mato o se lo digo.

Seguía hablando con la calma pesada que precede a la tormenta, un suicidio o un desastre. La calle marrón y polvorienta parecía demasiado ancha para esos dos personajes que hablaban sin moverse; uno de ellos con la voz en súplica. El otro con la calma de un mar interiormente tumultuoso. No había nadie en la calle marrón y polvorienta con excepción de un viento ajado y caliente que no atemperó la súplica, que no cupo en la actitud.

–Se me alarga el tiempo sin vos, se me hace insoportable la vida.

– Pero no se lo podés decir, él moriría sin mí, y yo moriría de vergüenza a mi vez.

–¿Y yo?

–Trataré de verte…

La súplica le había azulado los pómulos. Las aletas de la nariz parecían dos mariposas cansadas. Continuó con una voz quebrada y suplicante.

– Si él se entera...

– ¡Él va a enterarse!

– ¡Entonces no sentís amor por mí, sino un excesivo complejo de dominio! ¡Te lo pido por favor, no se lo digás!

El viento anduvo un momento dando vueltas como una extraña bailarina, entre las dos mujeres, únicos personajes de ese escenario largo y marrón.

Pablo apareció.

Fueron tomando tamaño al acercarse, en una la angustia y la vergüenza...

En la otra un propósito definido, seguro...

Él avanzaba sonriente, ignorando lo que iba a escuchar.

 

 

 

UN CASO SIN IMPORTANCIA

Se detuvo sin brusquedad. Sobre su rostro, el peso de la noche continuada, la desolación y el alcohol. Anduvo con su larga figura a cuestas mucho tiempo; anduvo y desanduvo calles, miró repetidos escaparates que caían de sus ojos, fijos en las cuencas brillantes e inmóviles…

La idea jugaba de la misma manera que el viento juega indecisamente al comienzo del día con una cortina. El sol vagaba como un animal lento en un cielo que parecía el interior de una inmensa taza de porcelana azul.

La idea se paseaba un momento por su cerebro, éste se erizaba de miedo –un miedo sin gritos, inexteriorizado. El sol seguía su marcha y Eduardo la suya... Se le había torcido la corbata y esto parecía acentuar su aspecto de abandono.

Maquinalmente ordenaba el mechón de pelo que caía sobre la frente pálida y transpirada. Las manos no encontraban ubicación: se apretaban por momentos como buscando una secreta protección. Pensó en sus amigos que sin duda dormían o hacían el amor con retraso o intentaban salir del hartazgo.

Algunas empleadas de tienda pasaron a su lado sin reparar en él. La voz de un vendedor de periódicos lo sorprendió haciéndole cobrar conciencia del lugar en el que se encontraba.

En ese momento, la idea, ayudada por la despiadada realidad que el sol subrayaba con una enrojecida maldad infantil, se intensificó.

Se llevó las manos al estómago. Estaba a punto de ser dominado por la náusea. Se sentó en un bar y pidió un café amargo y un jugo de pomelo. La idea ahora se había alojado definitivamente en su cerebro, como el sol en el centro del firmamento casi blanco.

La hora del mediodía le pareció similar a las primeras horas. La ciudad de pronto apareció vacía ante sus ojos.

Llegó a su casa. Entró a su cuarto y se durmió profundamente. La idea permaneció despierta como un extraño vigilante.

A las siete de la tarde pidió a su madre agua fría, que bebió de un sorbo. Después anduvo por la casa. Ya no tenía miedo.

Su madre lo encontró sobre el lecho. Un delgado hilo de sangre le mojaba el pijama blanquísimo. El revólver parecía una pequeña y negra mariposa muerta.

Al grito de la madre lo ahogó el ruido de la banda en la plaza de enfrente. Eran las ocho y jueves, hora y día en que en la plaza del pueblo comenzaba la retreta.

 

Link a la nota central: A diez años de la muerte de Pedro Urquiza

 

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