Nada podrá ocurrirnos después de muertos. Pero esa verdad tan sencilla y poderosa libra una lucha desde hace mucho tiempo con una vieja obsesión: lo que en verdad nos preocupa no es que la muerte sea el final, sino exactamente lo contrario. Que no lo sea.
Por A.S.
Esta semana tuvimos la inesperada noticia de la muerte de Marcelo Zlotogwiazda, Zloto, como le decíamos todos, atenuando un poco la impronunciabilidad de su apellido. (Un poco nomás, porque “Zloto” tampoco es fácil de decir ¿o conocen alguna palabra en nuestro idioma que empiece con “Zl”?).
Zloto fue una persona admirable. En tiempos en que vimos caer, una a una, muchas de las referencias periodísticas de la Argentina, él, a fuerza de de coherencia, de rigurosidad y de pensamiento crítico, se transformó en una voz clara, que discutía la realidad a partir de valores. Un periodista con un compromiso férreo con un horizonte ético: la libertad, la igualdad y la fraternidad (o mejor, la solidaridad). Y, como él mismo aclaró, “si tengo que elegir entre los tres, elijo la igualdad”. Un economista que todo el tiempo pensaba en cómo ser una sociedad mejor; que cuestionaba con argumentos cada medida que consolidaba desigualdades (fuera del gobierno que fuera) y que con el mismo énfasis defendía las que creía que nos ayudarían a ser una sociedad más equilibrada, más justa, así vinieran de un gobierno al que detestaba.
Zloto era un experto en economía, pero a diferencia de tantos "expertos" de distintas disciplinas, no aceptaba que las personas seamos “variables” o “recursos”. Entendía que la economía era una ciencia social, no una ciencia exacta, y como tal debe estar al servicio de las personas. Y no al revés.
Gracias a sus amistades, descubrimos luego de su muerte que Zloto no solamente era todo eso bueno que acabo de describir, y que uno conocía o percibía al leerlo o escucharlo. Descubrimos que era mucho más, y que, por la fortaleza de sus principios éticos, trataba de que nadie se enterara.
En los últimos tiempos, Zloto se despidió sin despedirse, casi diciendo “Me muero como viví”como en la hermosa canción de Silvio Rodríguez.
"Zloto era un experto en economía, pero (...) entendía que era una ciencia social, no una ciencia exacta, y como tal debe estar al servicio de las personas. Y no al revés".
"¿Nos morimos y qué pasa?", le habían preguntado hace poco. "No pasa nada”, respondió. “Nos morimos y nos morimos. Superé el temor a la muerte. Los que sufren no son los que se mueren sino los que se quedan. La pregunta es a los que se quedan".
Hace más de dos mil años, Sócrates, burlándose de sus acusadores, que lo condenaban a la muerte, vio dos posibilidades: o la muerte es como entrar en un sueño eterno, una privación de todo sentimiento, un dormir pacífico y en ese caso ¿qué puede tener de malo? La muerte sería un bien, una noche eterna y tranquila, sin ninguna inquietud o perturbación, a diferencia de los días de nuestra vida. O bien, dice Sócrates, la muerte es el tránsito del alma hacia otra vida, el pasaje hacia el Hades, el lugar donde moran todos los que han vivido, la casa de los muertos. ¿Y qué mejor plan que reencontrarse allí con quienes nos precedieron, y conocer y entrevistar a todas las grandes personalidades de la historia? Para un filósofo, para un periodista, para una persona curiosa ¿hay algun proyecto más apasionante?
Claro que hace dos mil años no se sabía casi nada de biología. Y como dice Mario Bunge, el filósofo argentino que acaba de cumplir cien años: “La muerte no debería ser un misterio para quien sepa algo de biología. A esa persona no le asusta la muerte, porque un ateo sabe que nada podrá ocurrirle después de muerto”.
Nada puede ocurrirnos después de muertos: esa verdad tan sencilla y poderosa libra una lucha desde hace mucho tiempo con una vieja obsesión: lo que en verdad nos preocupa no es que la muerte sea el final, sino exactamente lo contrario. Que no lo sea.
Tenemos miedo de que no sea el final, de que después de morir ocurran cosas extraordinarias: que alguien nos juzgue, que alguien nos pida cuentas de nuestras agachadas, de nuestras iniquidades, de nuestras maldades, de nuestras miserias. Algo así como el Juicio Final, el momento y el lugar en que cada cual será juzgado. ¿Cuántas obras de arte, cuántos textos clásicos, cuánto cine y teatro se han inspirado en ese temor, cuánta religión y cuántas supersticiones y mitos y nos han hablado precisamente de ese “más allá”?
Hace más de dos mil años, Epicuro, otro de los grandes pensadores de la antigüedad, lo comprendió y propuso abandonar ese miedo: entender que no hay nada más allá, no hay nada después. Epicuro dice que “todo bien y todo mal residen en la sensibilidad y la muerte no es otra cosa que la pérdida de sensibilidad”. Su razonamiento, tan sencillo como poco recordado, es éste: cuando yo soy, mi muerte todavía no es; y cuando mi muerte sea, yo ya no seré. Mientras nosotros vivimos no ha llegado y cuando llegó ya no vivimos. Entonces, no hay nada que temer.
Volvamos entonces a la frase de Zloto: Quienes sufren después de la muerte no son quienes muere sino quienes se quedan. La pregunta entonces es cómo consolarnos cuando perdemos a alguien que valoramos tanto. No sé si existen respuestas universales a ese interrogante. A mí me gusta (y me sirve) recordar una frase de José Martí, el gran pensador cubano, que siempre me acompaña cuando una persona querida nos deja: "La muerte”, escribió Martí, “la muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida".
Foto: Clarín.
(*) Esta columna sale los días viernes en la radio de la UNER 91.3, en el programa El Reverso, bajo el título "Filosofía y otras cuestiones que no le interesan a nadie". En esta ocasión se emitió el viernes 18 de octubre de 2019.
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